SANTIAGO DORIA Y UN CURSO SOBRE SAINETE CRIOLLO

¿Por qué no debemos olvidar los clásicos del teatro argentino?

¿Por qué no debemos olvidar los clásicos del teatro argentino?

Artista muy reconocido por su capacidad creativa y su larga trayectoria en la actividad teatral, Santiago Doria es por añadidura una persona que suscita otra unanimidad: la de ser querido por casi todos sus pares en el ambiente en que se mueve, tanto por su calidad humana, como por su sencillez. Virtudes ambas -digo: la del talento y la de ser un buen individuo- que no siempre conviven en las personas, tanto en el mundo escénico, como en la sociedad en general. Por eso, mantener una conversación con él es siempre un placer, en primer lugar, por su buena onda y su generosa disponibilidad para contestar preguntas -dice riéndose de sí mismo, sobre su gusto por las palabras, que frente a un tribunal si lo dejan hablar, seguro que no va a la horca-. Y luego porque charlar con él es siempre un viaje oxigenante hacia distintos temas del teatro actual y del pasado que, además, ilustra y enriquece a quienes lo escuchan. Aptitud ésta en la que noes difícil descubrir su condición de docente convencido y muy fogueado en la tarea. Recibido a los 18 años de maestro normal, Santiago ha sido desde entonces y casi de manera ininterrumpida maestro en la escuela primaria y profesor el ámbito secundario y la Universidad, pero también de teatro, como lo testimonia su dedicación durante décadas a la enseñanza escénica en diversos espacios. Ha sido, además, actor en teatro y televisión y desde los ochenta se ha volcado en lo fundamental a la dirección, especialidad en la que genera constantes espectáculos, algunos de los cuales han recibido muchos premios valiosos, imposibles de citar en una sola nota.

Hace pocas semanas, un afiche en una de las paredes de Argentores anunciaba que en mayo próximo realizará en la entidad un curso sobre sainete criollo, una de sus preferencias en teatro, como lo ha sido también el teatro clásico español, pero que no le han impedido investigar y hurgar -e incluso dirigir- en otros géneros de los muchos que nutren el teatro argentino y universal. Frente a esta noticia, nos pareció una magnífica oportunidad para volver charlar con él y conversar sobre varios temas de los anunciados o descritos en esta introducción, aunque, hay que reconocer, dejando muchos otros en hibernación para cuando se presente la oportunidad de otro diálogo.

¿Hablemos primero del curso sobre sainete criollo? ¿Cuál fue el impulso que te llevó a pensar en ese proyecto?

La idea ha sido la de congregar un grupo de personas, actores y actrices que se interesen y tengan curiosidad por el tema, más allá de que posean mucho conocimiento. Eso no es lo que importa, porque si en verdad tienen mucho conocimiento sería ponernos a hablar de sainete y punto, a otra cosa. Lo que yo trato y deseo es traer más feligreses al templo. Por ahora, será un grupo reducido, porque como es teórico-práctico voy a dar textos para estudiar, escenas, y sobre todo para marcar el tema de los prototipos, el italiano, la gallega, que en la época en que existía el sainete como algo importante, los actores que lo interpretaban tenían a esos personajes a la vuelta de la esquina, se convivía con ellos y era cotidiano verlos en los barrios. Entonces, supongo que, desde la imitación, se conseguirían con seguridad cosas efectivas. El actor de hoy no tiene cerca a esos personajes como para poder imitarlos y tener conciencia de lo que es el cocoliche o el turco o esos personajes que son como una especie de Comedia del Arte de nuestro teatro.  Y al mismo tiempo, el curso pretende ir al rescate de todo lo que es la lectura del teatro argentino. Así como en Francia hacen a Moliere a cada rato y en Inglaterra Shakespeare o en España mismo a Lope de Vega o Tirso de Molina, nosotros, aunque seamos un país más joven, tenemos también unos clásicos muy importantes, que hablan mucho de nuestra identidad. Son obras que necesitamos traerlos al presente para ayudarnos a la reflexión. Frecuentar los clásicos en este caso es como una forma de vanguardia.

Es frecuentar la historia, lo que somos y lo que hemos sido.

Griselda Gambaro, decía en un artículo que publicó alguna vez y en el que se refería al grotesco, que ese género habla del argentino, trata de cómo es nuestro país. La Argentina es grotesca en el mejor sentido de la palabra, en cuanto al contraste entre lo trágico y lo cómico. Y eso produjo como consecuencia que todo lo que se vivió entre el fin del siglo XIX y las primeras décadas del XX, se condensara dentro de nuestro teatro. Por eso, revisar los clásicos es importante, no ir hacia ellos, sino traerlos hacia el presente, hacia acá.

Hoy podríamos decir que vivimos un momento grotesco.

Tal cual. Es difícil prender hoy la televisión, agarrar un diario o lee noticias en un celular y poder creer lo que se ve o se lee. Es una cosa tragicómica, a veces con un toquecito de esperpento. Uno se sonríe, pero al mismo tiempo se pregunta de qué me estoy riendo, si en rigor tendría que estar llorando. Bueno, esa es la clave del grotesco. Y la idea en el curso es transitar textos del sainete y textos del grotesco, llevarlos a la escena. Voy a dar tres textos que creo fundamentales. Son: Los disfrazados, de Carlos Mauricio Pacheco; El conventillo de la Paloma, de Alberto Vaccarezza, y Stéfano, de Armando Discépolo. Son como tres mojones. Y, además, voy a hacer antes de empezar a trabajar con esos textos un repaso histórico, aunque muy breve. Ese terreno se lo dejo a Roberto Perinelli, que tiene muy claro todo lo que pasó en nuestra historia teatral.

Es como una introducción para estar en clima sobre lo que pasaba en esa época.

Sí, es como una introducción. Porque si uno se fija bien, es interesante percibir como el teatro culto por aquella época convivía con el teatro popular, porque en 1903, Florencio Sánchez estrena M’hijo el dotor, que está en una corriente diferente a lo que es el sainete. Y tres años después, en 1906, se estrena Los disfrazados de Pacheco. Y en 1910, Discépolo da a conocer su primera obra, Entre el hierro, que no era un sainete. Y en 1923 viene Mateo y en 1928 por fin Stéfano. Y en 1929 se estrena El conventillo de la Paloma. Todos esos textos prácticamente conviven. Y Los disfrazados constituye como una primera bisagra que se acerca al grotesco sin llegar a serlo, pero convive con Jettatore de Gregorio de Laferrere o Las de Barranco, otro tipo de obra que no es sainete.

Había una gran riqueza de géneros, de variedad en los textos.

En los cien años que van de 1860 a 1960 la riqueza es enorme, porque se abarcan montones de cosas distintas. En 1960 ya llegamos a La Máscara, Carlos Gorostiza y es inminente la aparición de la generación de autores de esa década.

¿Cuántas clases van a ser?

Van a ser cuatro clases. Si las cosas van bien y la gente se interesa, por ahí haremos otros encuentros más adelante. En principio son cuatro, los martes de mayo de 17 a 19 horas, que seguramente podrán en algunos casos durar un poco más. Se hacen en la sede Encuentro de Argentores, en la calle Peña 2033. Me entusiasma la idea. Siempre digo que la curiosidad es un primer paso importante para llegar al conocimiento. A veces es más importante ser curioso que estudioso, porque a veces uno estudia porque no tiene más remedio que estudiar, pero cuando se es curioso y se llega a estudiar por curiosidad eso te lleva siempre cada vez más lejos. Entonces el objetivo es despertar esa curiosidad y lo que podamos hacer acá en esos cuatro encuentros sirva de incentivo para nuevas indagaciones.

Creo que es una buena iniciativa de Argentores y, obviamente, tuya que la suscitaste y concretarás.

Si es una buena iniciativa y además tiene como aditamento que conjuga el trabajo del autor con el actor. Son dos factores del teatro íntimamente ligados. El novelista escribe pensando en el lector, pero el autor teatral lo hace pensando en los espectadores. Cuando un autor escribe una obra de teatro piensa luego en cuándo se podrá poner en escena para que la vea la gente. De ahí que sea muy bueno poder traer esos textos tan importantes y que, además, hace bastante tiempo que no se dan. Por otra parte, yo estoy en edad de entregar la posta y quisiera sentirme seguro de que alguien más va a seguir transitando ese camino de acercarse a nuestros grandes autores. Entusiasmar para que esto se siga haciendo, porque sino va a pasar una generación más y estas obras van a ir quedando en el olvido, con todo lo negativo que eso significa. Es un teatro muy vigente y divertido para hacer. Importante para el actor como ejercicio y el público agradece cuando se lo acerca a estas obras. Yo estuve el placer de montar de El conventillo de la Paloma y era maravilloso ver cómo el público disfrutaba.

¿Y a qué atribuís que casi no se dan estas obras?

Yo creo que se debe a que se dejaron también de dar cursos sobre ellas. Me parece que se trata del miedo a lo que uno ignora. Como es difícil hoy en día componer algunos personajes -no cualquier actor puede hacer hoy un cocoliche-, si uno se concentra en darle herramientas a los actores y actrices para componer estos personajes y lo hace con cierta asiduidad, entonces se despertaría, creo, un mayor interés en ellos. Por eso creo que este curso puede llegar a ser muy interesante, pero igual vamos a ver qué pasa.

¿Desde cuándo te empezó a picar el gusto por el sainete criollo y el grotesco? ¿Hubo algún tiempo determinado, por ejemplo, en que veías ese tipo de teatro?

Cuando era chico, lo que máximo que pasaba en mi casa con el teatro era escuchar cuando se grababan y salían al aire las obras transmitidas por Radio del Pueblo. Y algunas veces en las ocasiones en que mi tía Angelita me llevaba a ver teatro, cuando era muy chiquito. Fue con esta tía que aprendí por primera vez, cuando tenía 5 o 6 años, la palabra “sosegar”. Porque ella me llevaba en brazos en el colectivo y se ve que yo movía mucho las patitas. Y entonces, un día ella me dijo: “Nene, sosegate”. Y yo le pregunté qué significaba esa palabra. Y me contestó: “Que te quedes quieto.”

Pero, por lo visto, no le hiciste mucho caso a tu tía.

No, claro, sigo y sigo sin tener sosiego y moviéndome en distintas direcciones dentro de la actividad teatral.

Una de ellas es la que llevas a cabo con la Compañía Argentina de Teatro Clásico. ¿Dónde están las raíces de ese amor por el teatro de ese origen?

Una de mis maestras en la adolescencia fue Maruja Gil Quesada. Y después estudié con Carlos Gandolfo y Roberto Durán. Pero mi gusto por el teatro del Siglo de Oro tiene que ver con Maruja y también con el hecho de que Teresa era muy amiga de Teresa Serrador, Esteban Serrador y todas esas familias de españoles que habían transitado mucho el género. Y fue tal vez por ahí que empecé a interesarme en serio por el teatro español, aunque en la secundaria, a los 14 o 15 años, ya me interesaba leer libros como La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón, u otro por ese estilo, que era raro entre los chicos, pero yo tenía tendencia a leerlos. Y respecto a mi amor por el teatro nacional tiene mucho que ver con mi gran amistad con ese estudioso ejemplar que fue Luis Ordaz. Estamos hablando de la década de los setenta. Y esa vinculación con Luis, hablándome de obras y contándome anécdotas -para ese entonces él ya había escrito su libro sobre El teatro en el Río de la Plata– fueron intensificando mi interés por las obras de nuestra escena. Es más, en un momento dado, que creo fue por 1984, se inauguró La Gran Aldea, allí por el pasaje Giuffra, donde Luis era el asesor literario y yo el director artístico. Y allí tuvimos mucho más contacto todavía.

Él fue uno de los primeros defensores del teatro de Armando Discépolo.

Así es. Entonces, esa relación me fue aumentando, como dije, mi curiosidad como investigador. Y, es más, cuando ingreso a Argentores, en 1983, me presentan dos socios: Roberto Tálice y Luis Ordaz. Yo tenía ahí unos 38 años. Me acuerdo porque el año pasado cumplí 40 años de socio.

¿Y cómo te hiciste socio? ¿Ya escribías obras de teatro?

Claro. Yo ya en el 1983 había hecho una versión de El amor de la estanciera con música de Oscar Cardozo Ocampo y también dos versiones más, una de A río revuelto, ganancia de pescadores, de Juan Cruz Varela, y otra de Las bodas de Chivicoy Pancha, un sainete gauchesco de los comienzos del teatro nacional. Esas versiones te dan en Argentores la condición de autor y como socio te van aumentando el puntaje. Obras mías, tendrá como cinco o seis títulos, pero tengo, sobre todo, muchas adaptaciones. Esta es una labor donde siempre trabajo respetando el texto sobre el cual actúo, pero con la conciencia clara de que esas obras requieren adaptaciones.

En una entrevista te recordaban que en algún espectáculo has puesto música de zarzuela. ¿Te gusta ese género?

Sí, claro, me gusta mucho la zarzuela. Y en alguna época hice un espectáculo que se llamaba La zarzuela es mujer, en el Museo Enrique Larreta, y realmente fue muy lindo. Y la zarzuela tiene que ver también con nuestro sainete, es una fusión de todo.

Vos has dicho que el camino del director te puede llevar en ocasiones a la autoría, a la dramaturgia. Y que ese es tu caso.

Sí, y no es porque un día me puse a escribir. Sino que, al dirigir, ese trabajo me conectaba por un lado con textos a los que debía adaptar y por el otro me generaban las ganas de escribir algo para hacer con un grupo de actores.

El teatro en los últimos tiempos ha cambiado bastante. A pesar de seguir existiendo autores que escriben en solitario para que otros realicen sus textos, hoy en día es muy común que muchos autores dirijan también sus textos. El caso de Kartun es uno de ellos.

El camino de Kartun cubre las dos experiencias. Él empezó primero escribiendo solo textos que otros hacían, hasta que llegó un momento bisagra en que se preguntó: ¿y si ahora dirijo? Uno de los primeros que sienta las bases de una actitud así es Carlos Gorostiza. Y dirigir una pieza de él era arduo, porque tenía un nivel alto de exigencia como autor. Por eso, casi todas sus obras las dirigía él.

¿Cuántos años lleva ya la Compañía Argentina de Teatro Clásico?

Ya llevamos siete años. Porque el primer espectáculo que hicimos fue La discreta enamorada, de Lope de Vega. Después vino El lindo Don Diego, de Agustín Moreto, y más tarde La celosa de sí misma, de Tirso de Molina. Y ahora Los empeños de una casa, de Sor Juana Inés de la Cruz, que en la actualidad va los viernes a las 20 horas en el Centro Cultural de la Cooperación. Ya van cuatro obras que hemos hecho.

Llama la atención que una religiosa como era Sor Juana Inés de la Cruz haya escrito una obra como esa, ¿no?

Sí, que una monja, y no en España, sino en México, América, haya escrito una obra tan pícara, ¿no? Al estilo de Calderón, Góngora, escritores a los que ella había leído muchísimo. Es que, en realidad, ella se puso a monja para poder hacer eso. Como dijo Octavio Paz, ella ingresó al convento Orden de San jerónimo para “poder pensar”, para poder llegar al conocimiento, pues las mujeres en ese momento no tenían acceso a la educación. Y es muy interesante cómo disfruta el público la obra.

Bueno, el éxito obtenido no solo acá sino afuera, confirma el acierto de haber formado esta compañía.

Yo lo siento así. Ya viajamos tres veces a España, incluyendo la participación en el festival de teatro de Almagro, con las tres primeras obras. El primer año fuimos con La discreta enamorada, al año siguiente con El lindo Don Diego y también La discreta enamorada y la última vez con El lindo Don Diego y La celosa de sí misma. Y desde que empezamos ya llevamos siete años. Y el Instituto Nacional de Teatro nos publicó un cuaderno con la historia de la compañía, el cuaderno número 38.

¿Tenes algún otro proyecto teatral en la cabeza?

Siempre estoy pensando en alguna obra. En realidad, tengo muchas cosas para hacer, pero estoy esperando que se acomoden los melones en el carro. Porque el país vive una incertidumbre tan grande que, cualquier iniciativa que se tome, se debe hacer con mucho cuidado. En principio, estoy pensando en un nuevo título para la compañía y además tengo muchas ganas de hacer un título que a vos te va a encantar: Babilonia. Es una pieza muy interesante para hacer. No es un sainete, es una obra mucho más coral, un clásico importante, que habla de muchas cosas. Pero vamos a ver si, en algún momento, lo hago. Y luego hay siempre por ahí dos o tres proyectos, lecturas de textos que van apareciendo y de pronto te entusiasman. Pero, lo importante es que el motor sigue en marcha, con ganas. Es una energía que proviene del mismo placer de hacer lo que hago, ese es todo el secreto. Allí está la fuente de nutrición de mi energía.

¿Las obras de la Compañía Argentina de Teatro Clásico se han dado siempre en el Centro Cultural de la Cooperación?

Exactamente, desde la primera. Pero, de alguna manera, como una continuidad. Las obras recibieron un montón de premios y eso trajo como consecuencia el viaje a España. Allí éramos Gardel y Lepera, los Rolling Stones. Nos paraban en la calle. En Almagro nos dieron la Berenjena de Plata en el Palacio de los Fúcares. Y ahí el mismo público y el propio festival empezó a hablar de la Compañía Argentina de Teatro Clásico. Y de alguna manera, el director del festival nos invitó para ir de nuevo al año siguiente porque en esa fecha se cumplía un aniversario redondo del fallecimiento de Moreto, el autor de la obra. Y entonces, preparamos El lindo Don Diego. Y, como ya habíamos representado la obra anterior en el Centro Cultural, decidimos, con el acuerdo de sus autoridades, en quedarnos allí. Fuimos entonces a España con El lindo don Diego, luego vino la pandemia, pero la compañía seguía trabajando: todos los miércoles nos encontrábamos por zoom e íbamos preparando La celosa de sí misma y entretanto hacíamos investigaciones sobre el teatro en verso y distintos autores. Durante toda la pandemia estuvimos totalmente conectados.

Es decir que mantuvieron la permanencia más allá de las vicisitudes del momento, la más importante de las cuales fue la pandemia.

Sí, mantuvimos esa permanencia, más allá de que alguno se fue, como el caso de Gabriel Gabriel Virtuoso, quien falleció el año anterior, justo antes de irnos a España, pero tuvimos el tiempo necesario como para reemplazarlo. Luego, otro de los actores tuvo otro compromiso y se tuvo que ir, pero siempre se mantuvo una idea de continuidad. Yo trato de que la llama siga siempre encendida, atizando el fuego con nuevas propuestas.

¿Fuiste docente aún antes de hacer la colimba?

Sí, me recibí de maestro normal en el Mariano Acosta a los 18 años y antes de ingresar a la colimba ya daba clases en Capital y en la provincia, en La Matanza, allí con un grupo ex alumnos de esa escuela hice un grupo de teatro que se llamaba Talía, con el cual hacíamos obras en distintos sitios y clubes, entre ellos en uno que se llamaba El Fortín. Tendría 19 años y recuerdo que salimos terceros en un concurso de teatro en La Matanza e Iris Marga me entregó el diploma. Y diez años después fuimos muy amigos con Iris Marga. Yo estaba con ella y Héctor Armendáriz en los años setenta en el teatro Santa María del Buen Aire, así que desarrollamos una fuerte amistad. Esos son también los placeres que otorga esta profesión De pronto uno se encuentra con alguno de esos grandes siendo muy chico y luego, al avanzar en la profesión, se vuelve a encontrar con esa persona, que no deja de ser lo que era, pero que también se convierte en un par. Eso es muy lindo y me pasó con China Zorrilla, Lydia Lamaison, con Pepe Soriano, con los que tuve la suerte de conocerlos ya siendo yo mayor y disfrutar de su amistad, estar cerca de ellos.

De hecho, has seguido a través del tiempo la docencia.

Si, he sido maestro de primaria, maestro de secundaria, profesor en la universidad y profesor de teatro varios años. Profesor de teatro fui varios años antes de los setenta, pero después, a partir de los noventa y hasta el 2020 fui profesor de teatro con continuidad, o sea treinta años seguidos. Se cortó con la pandemia. Daba clases primero en los noventa en el Larreta hasta el 2005, después estuve del 2005 al 2008 en el Picadilly y desde el 2008 hasta el 2020 en el teatro La Comedia. Y ya después de la pandemia no seguí haciendo docencia con continuidad, pero sí he hecho seminarios o cursos. Me sosegué un poquito.

Has trabajado también como actor en teatro y televisión, pero a partir de los ochenta te concentraste básicamente en la dirección, ¿es así?

Orquesta de señoritas. A 50 años de su estreno

Exacto. Y este año, en enero, se cumplieron 50 años del estreno en Buenos Aires de Orquesta de señoritas, de Jean Anouilh. Los únicos que quedamos vivos, entre los que actuamos en esa obra, somos Paco Fernández de Rosa y yo. Los demás se fueron.

Qué suceso fue ese trabajo, ¿verdad?

En España recorrimos 90 ciudades. Y en el país desde La Quiaca hasta Tierra del Fuego, todos los lugares que quieras. Y Chile y Uruguay también. Y en el año 1979 cumplimos las tres mil representaciones y se hizo una función especial en lo que era el Blanca Podestá, donde estábamos haciendo temporada. Fue una función a todo trapo, en la que estaba una gran parte de la colonia artística, Mecha Ortiz, Zully Moreno, Tincho Zabala, entre los que recuerdo. El anecdotario de Orquesta de Señoritas da para escribir un libro. Fijate que en España estuve viviendo entre 1977 y 1978 y encontrándome allí hice cursos sobre el teatro del Siglo de Oro, vi mucho teatro. Y en 2018 volví a España, a la que no había vuelto desde aquellos años. Hice otros viajes diferentes, pero no a España. Y cuarenta años después volví con la compañía y me condecoraron.

Tenes que estar orgulloso de tu carrera, pero sobre todo de ser además un tipo muy querido en el ambiente. Lo que habla de tu muy buena condición humana.

Ese cariño de los otros, que siento de verdad, me da también fortaleza, vigor para vivir. Nos mantenemos vivos, en gran parte, gracias a esa dialéctica de dar cariño y, en respuesta, recibirlo de los otros. Es uno de los secretos de sentirse bien en la existencia.

A.C