El último 14 de julio, a la tarde, se llevó a cabo, en el auditorio Gregorio de Laferrere de Argentores, la proyección de la película El arreglo, seguida de la realización posterior de una mesa redonda, donde tres académicos reflexionaron sobre ella. El acto, organizado por el Consejo Profesional de Cine de la entidad, y anunciado previamente por un afiche titulado “Leyendo la escritura audiovisual”, contó con la participación en la mesa del filósofo Federico Penelas, el historiador Juan Manuel Romero y la psicóloga Carolina Yornet, quienes analizaron desde el ángulo de su especialidad la trama que desarrolla el filme de 1983 dirigido por Fernando Ayala y basado en un guion de Roberto Cossa y Carlos Somigliana.
Unas semanas después del hecho, un periodista de nuestra revista se encontró con uno invitados a esa mesa, el doctor en Filosofía, investigador independiente de CONICET y profesor de Filosofía del Lenguaje, Federico Penelas, para conversar sobre algunos de los temas que se suscitaron en ese cambio de opiniones, pero también para interrogarlo sobre algunas de las relaciones que pueden unir o vincular a su especialidad, en lo específico la teoría del conocimiento y la semántica filosófica, con la ficción en general. Y en particular, con el trabajo del autor teatral, que es otra de las actividades abordadas por él.
¿Te atrajo la convocatoria a la que fuiste invitado por el Consejo Profesional de Cine de Argentores? Y si fue así, ¿por qué?
Sí, de verdad fue una convocatoria que me atrajo mucho. Hablar de cine es lo mejor que le puede pasar a uno y más de cine argentino. Además, cuando me convocó Irene Ickowicz como invitado de esa mesa -en cuya composición debo decir participó un poco también el decano de la facultad de Filosofía y Letras, Ricardo Manetti, al cual consultó Irene para que le sugiriera varios nombres-, acepté gustoso. Primero porque se trataba de hablar de una película que siempre me gustó, El arreglo, y además porque tengo una conexión afectiva con ese filme. Mi papá era publicista y trabajó muchos años en la agencia Aler, que hacía afiches para películas y le hizo muchos de ellos a Aries. Y entre los muchos que produjo, mi papá hizo el de El arreglo. Así que yo tenía una relación familiar con ese largometraje y, al citármelo Irene, me entusiasmó más aún participar. Por otra parte, me interesó que hubiera una diversidad de miradas, que se hubiera invitado, además de un filósofo, a un historiador y a una psicóloga.
¿Qué es lo que te interesaba más de esa película?
Tal como lo dije ese día, lo que más me interesaba era provocar un poquito a la mesa y a la audiencia, porque tomé el personaje de Luis, que interpreta Federico Luppi, como una especie de villano. Claro, eso es una provocación, porque el personaje encarna una figura moral muy alta en la película. Y a mí me interesó presentarlo -y lo dije textualmente así, muy provocadoramente- como uno “de los grandes villanos del cine argentino”.
No al modo de Nathan Pinzón, claro…
No, no, claro (se ríe), sino presentarlo como una figura de una moral rigorista, que en ciertas circunstancias puede desatender a las necesidades de la comunidad. Incluso las necesidades de sus más allegados. Y allí me apoyé en dos o tres dicotomías clásicas: una la dicotomía que traza entre Aquiles y Ulises el filósofo y lingüista búlgaro Tzvetan Todorov, en su libro Frente al límite. Señala a Aquiles como el héroe que buscar la gloria, cuando en realidad lo que busca es la heroicidad misma. Y a Ulises como el héroe que buscar que las cosas funcionen. El personaje de Luis, como es obvio, está más cerca de Aquiles que de Ulises. Otra de las dicotomías es entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, de Max Weber. El personaje de Luis estaría también del lado de la ética de la convicción; de concepciones de la ética más deontológicas, como la de Kant, más rigoristas, donde lo que importa es el deber, versus concepciones de una ética más consecuencialistas. Y también, en algún sentido, mencioné la dicotomía masculino-femenino, una moral más masculina, con peso de la ley, y una moral más femenina, con peso del cuidado. Y, bueno, el personaje de Luis allí, en El arreglo, estaba perfilado hacia uno de esos lados, sin ningún matiz. Y termina enfrentado, en algunas escenas extraordinarias, con su propia hija. E insisto: esto funcionaba en mi intervención como una provocación, porque el personaje de Luis es presentado en la película como un modelo positivo, moral. Y la hija, papel que interpretó Susú Pecoraro, funciona, comenté, como una suerte de personaje alternativo. Esa es la gran dicotomía de la película, no la que mantiene el personaje de Luis con el personaje que encarna Rodolfo Ranni.
Tu intervención discurrió entonces en ese sentido.
También, colateralmente, funcionó también en otro sentido. El colega historiador, Juan Manuel Romero, dio una semblanza muy interesante del contexto histórico en que irrumpió la película, y todo el proceso que desembocó en la campaña presidencial de Raúl Alfonsín. Y aludió, entre otras cosas, a la importancia que tuvo para la victoria de Alfonsín la denuncia del pacto sindical-militar. Y contó un poco las entretelas de esa denuncia, porque, como él bien dijo, si es cierto que había un sector del sindicalismo que tenía vínculos con los militares, también hubo sectores del radicalismo que lo tenían. Pero, como coletazo de mi intervención, me interesaba, también un poco como provocación, poner un matiz, una cierta diferencia, con la mirada con que, habitualmente, se enfocaba al personaje que interpretaba Ranni, un personaje al que se lo identificaba un poco con la dictadura. Y está bien. Pero, el modo en que se presenta al personaje es el de un coimero y me parece que el coimero suele ser un tipo entrador, un gran vendedor. Y el personaje no está presentado así, sino como un autoritario. Y me parecía entonces que, un poco por su fisonomía y en ese contexto, ese personaje podía encarnar un sindicalista peronista. Y como resultado me daba la impresión de que se podía leer también en esa película aquella operación del alfonsinismo de ligar de algún modo al peronismo con ese pasado del que se pretendía salir y, así, presentarse como el verdadero futuro. Eso fue como un coletazo, en relación con lo que dijo Juan Manuel. Pero, el foco de lo que me interesaba era la idea de presentar al personaje moral de Luis como un villano.
Una persona que por su exceso de rigor puede llevar su posición a un lugar contrario al que proclama.
Incluso yo mencioné que el propio Alfonsín, que venía con un discurso moral, y por supuesto había que tener un discurso así en ese momento, él mismo, cuando las papas quemaron, siempre apeló, en el esquema de Weber, a la ética de la responsabilidad. Pensaba que hay momentos en que lo que debe primar es la ética de la responsabilidad. Así que hay algo en ese tema muy relevante para la época en que se hizo la película. Y que, por supuesto, lo es para todas las épocas.
Es un tema realmente con mucha tela.
Es un clásico cultural. Y comentaba yo en el encuentro que el tema del individuo enfrentándose a la comunidad es un clásico de la literatura, del teatro y del cine. Yo mencionaba como ejemplo El enemigo del pueblo, de Ibsen, o en cine A la hora señalada, aquel western dirigido por Fred Zinnemann y con Gary Cooper en el papel central. Es un tema que nunca envejece.
Es un conflicto que, incluso, puede plantearse en el núcleo de la familia o del círculo de amigos.
Por eso decía en mi intervención que está tan bien la película, porque al plantear la tensión al interior de la familia, entre padre e hija, sea esa tensión generacional o política, logra un hallazgo realmente extraordinario. Fijate una cosa, volviendo a la conexión entre mi padre y el afiche: probablemente por cuestiones de cartel, de venta, en el afiche aparecen Luppi, Julio de Grazia y Ranni. No aparece ninguna imagen de las mujeres, ni Haydée Padilla ni Susú Pecoraro. Cuando la dicotomía fundamental es entre el padre y la hija.
Hoy el feminismo, con razón, protestaría.
Sí, claro. Mi papá tiene muchas historias de afiches rebotados por distintas razones, muchas de ellas por considerar que el afiche no iba a vender. Probablemente, la idea de colocar solo a los hombres respondiese a la suposición de que eran ellos los que vendían y no Haydée o Susú. Ponele. Pero de esa manera, el afiche se pierde la posibilidad de captar cuál era la verdadera tensión dramática de la película. En ese momento, el afiche coadyuvó a que prevaleciera una lectura de la película donde el conflicto central ocurría entre Luppi y Ranni, con Julio de Grazia en el medio, jugando allí de modo ambivalente. Y en esa situación están ellos retratados en el afiche. Y esa lectura, por lo demás posible, tapa la figura de la hija, que es la que plantea el genuino conflicto de la película. Y creo que si a cualquier estudiante de dramaturgia se le preguntara cuál es el conflicto de mayor peso en la película, creo que respondería que es ese. Que lo otro es más circunstancial, porque una cosa es lo que genera el conflicto y otra cosa es el conflicto, lo que genera el conflicto es la coima, pero el genuino conflicto es el dilema ético que se da entre el padre y la hija. No sé qué pensarían Tito y Somi, pero ellos sabían mucho de esto, así que me inclino a pensar que coincidirían con este planteo.
Es que el conflicto entre padres e hijos ha ocupado siempre un lugar muy importante en la dramaturgia.
Yo me atrevería a decir que buena parte de la historia del teatro argentino toma como motivo para presentar problemas éticos o políticos, los conflictos generacionales, los conflictos entre padres e hijos. Recordemos a Florencio Sánchez. O la obra Así es la vida, de Arnaldo Malfatti y Nicolás de las Llanderas, por dar solo algún ejemplo. El conflicto entre padres e hijos es casi vertebrador de muchas obras y es, por lo tanto, recurrente. En ese sentido, la lectura que hago pone a esa obra en esa saga.
¿En qué medida tu calidad de filósofo se vincula o puede influenciar en tu tara como autor?
Creo que, si soy reflexivo y honesto, puedo decir que, a veces, tengo cierta tendencia, y no me gusta, al teatro de ideas. O sea, tengo una idea y trato de trabajarla. Me parece que partir de conceptos y no de otra cosa, termina siendo muy poco eficaz, como dice Mauricio Kartun, que fue uno de mis maestros. Empecé a estudiar primero con Patricio Esteve, luego lo hice con Mauricio y con Roberto Perinelli en la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD). Y en lo que digo acerca de lo poco eficaz que es partir de una idea, sigo en especial a Mauricio, quien dice que el punto de partida no debe ser lo conceptual, sino la imagen, lo sensorial. Tiene razón, aunque yo a veces reconozco, tal vez por ser filósofo, que la idea tiene también su peso. Entonces, como autor, reconozco que me tengo que correr del vicio de partir de la idea. Eso, por un lado. Entonces, trato de no pensar mucho cómo la filosofía impacta en mi escritura. Si lo pienso mucho, termino filosofando al escribir teatro. Ahora, sin duda, que las preocupaciones filosóficas que pueda tener cuando me pongo a escribir, y en particular teatro, irrumpen de alguna manera.
¿Y qué diferencias encontrarías entre el lenguaje para hablar en serio o para hacer ficción?
Este tema de la ficción es muy interesante. En Filosofía del Lenguaje hay toda una tradición, que desarrolla un filósofo alemán llamado Gottlob Frege entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Y luego, entre cincuenta y sesenta del XX, otro filósofo inglés denominado John Austin, que es la teoría de los actos de habla, la parte performativa del lenguaje. Ya Frege en un artículo llamado El Pensamiento, que luego retoma Austin, dice: hacemos cosas con palabras, prometer, bautizar, asertar. No solamente decimos, representamos algo. Hacemos cosas con palabras. Y esos haceres se rigen por condiciones de felicidad. Hay ciertas condiciones que se tienen que dar para que se cumpla el acto de prometer, bautizar, etc. No puede bautizar cualquiera y quien bautiza debe emplear ciertas formas específicas. Esas condiciones de felicidad, como las llama Austin y de carácter convencional, son las que hacen que puedan darse las acciones que realizamos a través del lenguaje. Ahora, hay, como lo menciona tanto Frege como Austin, un gran agujero negro en los actos de habla, algo que se chupa todo, que es la escena. ¿Por qué? Porque en una escena teatral, los actores, encarnando sus papeles, prometen, hacen aserciones, pero ninguna de esas aserciones o promesas es real. Y entonces, surge una duda. Es obvio que la diferencia entre hablar y hacer una promesa fuera de la escena y hacerla dentro de ella no es convencional. Y aquí se presenta un tema interesante en filosofía del lenguaje provocada por el fenómeno del teatro, por el problema de la ficción, de la escena. La escena, de alguna manera, se chupa todos los actos de habla. ¿Por qué? Porque todos los actos de habla dentro de una escena no son los actos de habla que son o parecen ser. Ahora, ¿cómo distinguimos la escena de la no escena? En los términos de la filosofía de Austin deberían ser en términos de convenciones, pero no las hay, como dijimos. Entonces, yo últimamente pienso que hay una distinción entre hablar seriamente, entre comillas como dice Austin, y hablar en escena. Hay una aserción cuando se está hablando en serio y no la hay cuando estamos hablando en una escena, en la ficción o jugando. Esa distinción entre hablar seriamente y hablar ficcionalmente es muy básica, constitutiva de la entrada al lenguaje. Hay un momento en que el niño empieza a decirte “ojo, que ahora estoy jugando” o “ahora no estoy hablando en serio o ahora sí”. Ese momento, que aparece muy temprano, en que el niño comprende la diferencia entre hablar en serio y jugar o hablar en escena, es fundamental. Y no se sabe bien qué empieza primero. Esa distinción es, diría, constitutiva de la entrada al lenguaje y casi me atrevo a decir entonces de la subjetividad. Es por lo tanto un problema muy serio y está en el centro del problema acerca de qué es lo que hacemos cuando hacemos cosas a través del lenguaje.
¿Y qué pasa con la ficción en general?
La ficción es ineludible a la hora de pensar el fenómeno lingüístico. Uno no puede pensar el fenómeno del lenguaje sin pensar el problema de la ficción. Y eso ya estaba incluso en un filósofo duro y rígido como era Frege, quien alertaba que en escena hay que saber distinguir lo que pasa. Si en la escena alguien dice: “Ojo que yo estoy haciendo un bautismo de verdad”, decir eso no lo convierte en un bautismo de verdad. Eso se chupa todos los actos de habla. Entonces, la ficción está en el centro de la filosofía del lenguaje, a contrapelo de lo que se podría pensar, que es un fenómeno periférico. Todo lo contrario. No se distingue el hablar en serio si no se lo distingue con la escena. Hablar en serio entre comillas no se entiende sin entender el fenómeno escénico. Por eso ese tema está en el corazón de la pregunta sobre el lenguaje. La pregunta por la ficción es una pregunta central en la Filosofía del Lenguaje, no es periférica.
¿Y el tema de la ficción ha sido transitado con regularidad por la filosofía?
El tema de la ficción ha sido problematizado en distintas áreas de la filosofía. En Filosofía del Lenguaje en particular, más allá de esto que acabo de decir, hay una pregunta central que es: ¿Cómo podemos hablar con sentido de lo que no existe? ¿Cómo podemos decir cosas significativas, verdaderas o falsas, de cosas que no existen? Responder a eso es ineludible si uno quiere entender el fenómeno del significado. Entonces, la cuestión de lo no existente, de la ficción, que no es lo mismo, desde luego, aunque podamos emparentarlo, siempre está presente como problema. Y después podemos decir que, en muchos casos de la filosofía del conocimiento, del lenguaje, de la historia e incluso en ética, la idea de los procedimientos narrativos, la idea de narración, por ejemplo, es crucial para entender diversos fenómenos. Hay muchos que piensan que el yo es un constructo narrativo, que la historia como historiografía, no se entiende sin los procedimientos propios de la narración. Que los recursos narrativos son constitutivos de la naturaleza epistémica misma de la historiografía. Entonces, el tema de lo ficcional, de lo literario, etc., es centralísimo en diversas áreas de la filosofía contemporánea. Hay varias personas que se dedican en filosofía de lenguaje a la ficción; también en filosofía de la historia existe, desde hace varias décadas, un giro narrativista muy importante y con mucho desarrollo en la Argentina. Mi esposa, en particular, es una filósofa de la historia que trabaja en esa línea.
Y el libro tuyo sobre el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein, ¿tiene alguna relación con este tema que abordaste recién?
En algún sentido sí, porque Wittgenstein está en el corazón de la filosofía del lenguaje contemporánea. De manera que, todos estos problemas, se puede tematizar desde su filosofía. En Wittgenstein hay dos momentos. Hay un primer Wittgenstein que desarrolla una mirada más lógica del lenguaje, y un segundo Wittgenstein con una mirada más antropológica del lenguaje. En los dos uno puede plantear cuestiones relacionadas a la ficción como problemas distintos. En el segundo Wittgenstein, el más antropológico, el concepto principal de su filosofía es el juego del lenguaje y la diversidad de juegos del lenguaje, no hay algo así como una esencia del lenguaje, no hay una función primordial del lenguaje, sino una diversidad de juegos, funciones muy distintas de las palabras, de las oraciones, que él llama juegos. Entonces, claro, cuando Wittgenstein quiere dar algunos ejemplos de juego de lenguaje, algunos de esos juegos son ficcionales. Uno de los ejemplos que da siempre es el del teatro, que siempre aparece.
¿Y qué significa el giro pragmático de la filosofía contemporánea que mencionas respecto de Wittgenstein?
Precisamente, se refiere a ese segundo Wittgenstein y parte de lo que se habla en filosofía contemporánea como involucrando un giro pragmático. Hay muchas formas del giro hacia la praxis en la filosofía contemporánea. Incluso se podría pensar que el mismo marxismo involucra un giro hacia la praxis. Yo, en lo que más he trabajado es en una línea de autores que se enmarcan en la denominada tradición pragmatista, que tiene su origen en una serie de filósofos estadounidenses de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, como Charles Peirce, William James, John Dewey, y que uno los puede emparentar con una serie de desarrollos que vienen de otro palo filosófico en filosofía del lenguaje, como Austin, que ya mencioné, o el segundo Wittgenstein. Uno puede encontrar allí una serie de autores donde, ya sea pensando el conocimiento, sea pensando el lenguaje, la significatividad, ponen en el centro de la explicación el concepto de acción. En la teoría del conocimiento pragmatista, se piensa la idea del sujeto de conocimiento más como un sujeto que actúa, que como un sujeto que contempla. El conocimiento no se entiende sino como un sujeto que actúa, en algunos casos como un sujeto viviente, como un animal viviente particular, no como alguien que contempla y actúa de acuerdo con lo que se representa. La idea de representación es una idea teatral, muy cara a la tradición filosófica. En algún sentido, este giro pragmático es una impugnación a la idea de representación y una validación de la idea de acción, no de representación de hechos. En la filosofía contemporánea uno puede encontrar una serie de tendencias, incluso en la hermenéutica de Heidegger y Gadamer, por supuesto, una centralidad en el esfuerzo de prestar atención al fenómeno de la acción y eso ha tenido mucho desarrollo, porque poner atención en el fenómeno de la acción significa poner la atención en el fenómeno de la corporalidad, en el cuerpo, que ha sido siempre, en la tradición, el gran enemigo de la filosofía. Siempre el cuerpo ha sido olvidado. Uno podría hablar de giro pragmático en la filosofía o también de giro corporal.
Esto me hace acordar un poco aquella frase de Marx acerca de que los filósofos se han dedicada hasta ahora de interpretar el mundo, cuando lo que se necesita es transformarlo.
La famosa Tesis 11.
Significa de algún modo poner en acción lo que uno piensa.
Sí, pero no solo eso. No solo poner en acción lo que uno piensa, sino pensar que el pensamiento es básicamente acción.
Hablame ahora, pasando al teatro concreto, a las obras de teatro que escribiste. Dos de ellas fueron, según creo, con Horacio Banega.
Sí, fuimos coautores y codirectores de dos obras. Las dos fueron como a pedido y en las dos Horacio me pidió sumarme al proyecto. Una fue en 2002, en el 50 aniversario de la muerte de Eva Perón. Hubo una propuesta de la Fundación del Libro en el ámbito de la ciudad, donde se convocaba a escribir un texto teatral a partir de textos literarios sobre Eva Perón. Y entonces escribimos, tomando un corpus formado por textos de Onetti, Viñas, Walsh, Lamborghini, Perlongher, etc., que hablaban todos de ella. Se llamaba Un ritmo inevitable. Recuerdo que después sumamos a la dirección a Eduardo Safigueroa y convocamos a dos actrices. Fue una experiencia lindísima. Y luego, en el 2016, hubo una convocatoria del Teatro Cervantes, por el bicentenario de la independencia, y ahí presentamos una propuesta. Había varios temas para elegir. Uno de ellos era la idea de Manuel Belgrano de nombrar un monarca inca. Nosotros tomamos ese tema e hicimos una obra breve, en el estilo de teatro semimontado, que se llamó El rey del Abasto, que era una especie de western. Y eso también lo dirigimos juntos y se dio, como dije, en el Teatro Cervantes.
Al margen de esas dos, escribiste otras obras solo, ¿no?
Sí. Quiero aclarar que mi tarea principal no está dedicada a la dramaturgia. Me dedico menos de lo que querría, pero participé varios años de un grupo que fue muy lindo, al que llamábamos Proyecto Puentes. Éramos seis autores y seis directores, que nos reuníamos a principios de año y sorteábamos duplas -se constituían seis- y cada dupla convocaba actores para improvisar y a partir de esa improvisación el autor escribía una obra. Y todo eso luego se montaba. Lo teníamos que hacer en tres meses. Fue en 2001, 2002 y 2003. La primera fue en el 2000 y yo recién me sumé en 2001. En ese año estábamos entre los autores Hugo Men, Susana Torres Molina, Ariel Barchilón, Lucía Laragione y varios otros, que trabajaron con distintos directores. Yo trabajé en tres de esos Proyectos Puentes. En ese primer año que estuve escribí ¿Y se movió acaso el sol?, que dirigió Manuel Gaspar; en el segundo año escribí La secuela final, que dirigió Javier Echaniz; y en el último, 2003, fue Colores ocultos, que dirigió Vita Escardó. Esa fue una experiencia hermosa porque éramos una banda, había seis equipos en movimiento. En la de 2001, el espectador podía ver dos obras por día de una media hora, más o menos, de duración cada una. Y las otras cuatro obras en los dos días siguientes, siempre de a dos por vez. El total de las seis se hacía en tres días de representaciones. La primera, en 2001, se hizo en el Teatro del Pueblo, cuando estaba en Diagonal Norte. En 2002 en el Teatro del Abasto. Y la tercera, en 2003, en el llamado Espacio K, que estaba en Palermo. Una gran experiencia, muy desafiante, porque había que largar y largar texto sin parar. Y, en esas condiciones, sin embargo, aparecieron textos muy buenos. En ese proyecto estuvo también Guillermo Ghio, que fue fundamental.
¿Y por qué decís que le dedicas menos tiempo al teatro que lo que querrías?
Una de las razones es que tengo en la docencia y la investigación mucho trabajo. Pero hay también, creo, una cuestión que no es solo de tiempo, sino de cercanías. De pronto, uno está mucho tiempo en el campo de lo académico y deja de ver a las personas de teatro con las que podría generar nuevas experiencias como autor. Pero, si bien escribo poco -la última obra que escribí fue con Horacio en 2016-, el teatro es siempre un amor que está ahí y no se olvida. Y, además, que tengo muchos amigos y amigas en el medio.
Me decías más atrás que comenzaste a estudiar teatro con Patricio Esteve.
Sí, la experiencia con Patricio fue única. Yo estudié en el Colegio Nacional de Buenos Aires donde Patricio era profesor. No cursé con él, pero a uno de sus alumnos, amigo mío, le dijo que quería dar un taller de lectura y escritura de literatura teatral. Y luego le pidió: “Elegime vos dos o tres estudiantes que les interese la idea y con los cuales comenzar”. Y este amigo armó el grupo e íbamos todos los sábados y a los tres meses, siendo hasta allí un curso pago, Patricio nos dijo: “Bueno, no les voy a cobrar más. Este es ya un grupo de amigos, así que no se paga más.” Y fueron seis años de ir todos los sábados. Primero hablábamos de los acontecimientos de la semana, después leíamos allí mismo alguna obra y la comentábamos. Un acto, por ejemplo, y seguíamos a la semana siguiente. Y luego pasábamos a leer las cosas que íbamos escribiendo nosotros. Y seguimos hasta el momento en que Patricio falleció tan abruptamente. Nosotros lo vimos un sábado y al martes siguiente falleció. Y esa fue también una gran experiencia. Y después seguí con Mauricio Kartun y con Roberto Perinelli, como dije antes. Y con mi grupo de compañeros y compañeras, que realmente eran de lujo.
¿Ya eras filósofo cuando estabas estudiabas dramaturgia?
Me recibí en el segundo año de la carrera de dramaturgia. Justo allí, hubo un cambio: la carrera de actuación pasaba a tener un grado superior, no me acuerdo bien como fue el cambio, y tuvieron que incluir algunas nuevas materias, entre ellas Filosofía. Y Perinelli, que en ese momento encabezaba la carrera, sabiendo que me había recibido, me ofreció que hiciera el programa y dictara la materia para la carrera de actuación. Así que la materia de Filosofía, para la carrera de actuación en la EMAD, la armé y dicté yo durante el primer año, después no pude seguir. De modo que tengo, aunque más no fuera por eso, una conexión fuerte con ese espacio.
Bueno, a Horacio Banega, que es también filósofo, le debe pasar algo parecido.
Sí, aunque él mantiene una conexión mayor que la mía. Y, además, él es actor.
El otro día, en una entrevista que te hicieron, dijiste que las redes sociales han impuesto el uso de ciertos lenguajes. Dado la importancia que hoy tienen esas redes en la sociedad, me gustaría que me desarrollaras tu mirada sobre ese fenómeno.
Es un fenómeno muy complejo el de las redes sociales. Digo esto porque hay algo recurrente que se oye repetir en distintos lugares. Y es que vivimos en la época de la postverdad. La noción de postverdad es bastante escurridiza, pues no se sabe bien qué quiere decir. Me parece sí que hay dos o tres fenómenos que están directamente ligados a las redes sociales y que, cuando se habla de postverdad, de lo que se quiere hablar es de una fuerte proliferación allí de noticias fraudulentas. Y el fenómeno se debe a que las redes sociales han consolidado dos problemas epistémicos, gnoseológicos. Y uno es peor que el otro. El menos bravo es el de los grupos en torno a los cuales se generan burbujas epistémicas, grupos a los que solo les llega cierta información. Me parece que eso pasa cada vez menos, porque hoy a todo el mundo le llega todo. El modo usual de generar hegemonía en algunos regímenes totalitarios ha sido el de generar burbujas epistémicas, es decir, lograr que ciertas informaciones no le lleguen a la gente. Pero, al lado de este, se ha generado otro vicio epistémico, que es lo que se suele denominar “cámaras de eco epistémicas”. ¿Y qué es eso? No se trata ya de grupos que, de alguna manera, se aíslan y por lo tanto su desconocimiento es fruto de cierta pasividad. Pasividad porque no les llega otra información. No, a estos grupos a que me refiero ahora les llega información, pero tienen una serie de ciertos recursos de creencia que les permiten rechazar, impugnar la información que es contraria a lo que piensan. En general, estos recursos de tener creencias de segundo orden para rechazar aquello que cuestiona lo que piensan, en general son teorías conspirativas. El típico modo de descartar la información contraria a lo que uno sostiene se genera habitualmente en una teoría conspirativa. Son modos de obturar la llegada de ciertas informaciones. Estos agentes, los miembros de las cámaras de eco epistémicas, son muy activos desde el punto de vista del conocimiento, no es que no reciben información; las reciben y hacen mucho esfuerzo para descartarlas. Los recursos para descartarlas son en general recursos viciosos. Eso se ha ido fortaleciendo con las redes sociales. Ese es el fenómeno principal y que está curiosamente ligado a cosas que están bien hacer desde el punto de vista epistémico. Solo que en ellos funcionan como distorsiones de virtudes epistémicas. ¿De cuáles? Descartar informaciones no está mal, uno no puede estar todo el tiempo juntando información porque si no, entonces, nunca forma una creencia. Saber discriminar qué información se incorpora y cuál no, es virtuoso. Pero estos grupos lo hacen de una manera distorsionada, no virtuosa. Luego, la desconfianza ante algunas noticias es razonable porque hay una historia larga y tendida de mentiras en los medios de comunicación. De modo que, tener desconfianza y no tomar todo lo que le llega a uno, puede ser virtuoso. El tema es cuando esto se hace de una manera viciosa, cuando se crea una teoría conspirativa para que algo no llegue al conocimiento de la gente, no por aquellas razones legítimas que nos llevan a desconfiar. Ellos, los que practican la fase que definimos como vicios, creen que las tienen. Por eso, el fenómeno es complicado, porque es difícil deslindar cuando se actúa de manera virtuosa y cuando se actúa de manera viciosa desde el punto de vista epistémico. Por eso, las cámaras de eco mencionadas prevalecen. Porque, de algún modo, todos rechazamos, no leemos ciertas cosas y tenemos nuestras razones para hacerlo. Pero ¿cuáles razones para no leerlas son buenas y cuáles no? No es tan fácil. El mundo que vivimos vive una explosión de informaciones, está sobre informado, y urge descartar informaciones. Por eso, se torna tan común que esa urgencia se cubra con teorías conspirativas. El fenómeno de las relaciones sociales asociado a la explosión informativa y al hecho de que a todo el mundo le llega todo, obliga como dijimos a descartar, pero genera como vicio el descarte fraudulento, vicioso. Sin duda estamos viviendo una crisis epistémica por el mismo desarrollo de la expansión informativa. Ahora, volviendo al tema de la ficción, lo que vengo pensando hace un tiempo, en realidad, es que en vez de usar la expresión postverdad para describir el momento actual, quizás sería mejor usar la expresión postverosimilitud. ¿Por qué? Porque la gente cree cosas que no son posibles, cree cosas que son inverosímiles. Ahora, si el concepto de verdad es peliagudo, el de verosimilitud es muy difícil. Tener una teoría filosófica para saber en qué consiste la verosimilitud es muy complejo y tiene que ver con lo que charlamos respecto de la tensión entre la ficción y no ficción. Entonces, de alguna manera vuelve el tema de la ficción, porque ahora, si lo pensamos, estamos viviendo en la época de la postverosimilitud.
Todo parece ficción.
En un cierto núcleo hay determinada información totalmente inverosímil, que pasa a ser creída sin más. Así que las redes sociales, más allá de que genera lenguajes nuevos o distintos, lo que afecta es a nuestras prácticas epistémicas. Nos obliga a ser muy activos epistémicamente y eso nos hace caer muy fácilmente en vicios epistémicos.
Ahora, tener una cuestión activa, ¿qué es? ¿Suscitar los debates, discutir una y otra vez?
Activa en el sentido que te explico. Si vos vivías en un pueblo donde había una biblioteca con cinco libros. Ya está. A lo sumo vivirías en una burbuja epistémica. Tenías esa poquita información y la podías criticar o no. Era eso. Ahora, primero se tiene que seleccionar qué leer, y si no se tiene criterio de qué leer, estás obligado a que alguien más o menos te marque que libros o materiales hay que abordar. Y entonces ahí están los que te marcan. Y estás obligado mucho más al descarte. Cada vez más. Eso quiere decir ser activo, qué leo y qué no leo. El que vivía en un pueblito chico con una biblioteca de cinco libros estaba menos obligado a ser activo que un pibe que en la actualidad sigue a las redes sociales. Porque el tipo del pueblito agarraba los cinco libros que encontraba y los leía. Y el pibe que está frente a las redes sociales tiene que decidir qué leer y qué no leer. A todo esto, y de modo diría curioso, el desarrollo mismo de las redes sociales, y de los procedimientos con que se configuran las redes, empieza ahora a generar, creo yo, en lugar de lo que llamé cámaras de eco epistémicas, nuevas burbujas epistémicas. ¿Por qué? Cuando apareció Internet y toda la información estaba a tu disposición, ¿qué verbo usábamos para describir nuestra actividad en Internet? Navegar, explorar, todos verbos activos, de curiosidad. Ahora, los jóvenes que están en las redes sociales no usan Google, no navegan, no exploran. Reciben de manera pasiva lo que la red social les da, sobre todo en algunas aplicaciones como TikTok. La actividad se reduce a pasar de una información a otra y recibirlas pasivamente. Y a que lo que vos consumís active el algoritmo para recibir lo siguiente y de esa forma permitir que el algoritmo te mande algo similar a lo que viste antes. Con lo cual una y otra vez se termina siempre en la misma zona. Si ves en TikTok algo sobre fútbol, lo siguiente será sobre fútbol. Estás mirando solo fútbol. Entonces, quizás lo que esté pasando más en los últimos tiempos, sea que algunas nuevas tecnologías en las redes sociales estén conduciendo cada vez con más frecuencia a sus adherentes a burbujas epistémicas, a consumidores puramente pasivos, más parecidos al tipo que está solo en la biblioteca leyendo cinco libros. Ambas situaciones son complejas, tanto la burbuja como la cámara de eco epistémica, pero la burbuja es más fácil de desarmar, porque basta que vos generes condiciones para que al individuo le llegue otra información, para que la cosa se active. En cambio, la cámara de eco epistémica es mucho más perniciosa porque tiene recursos para descartar lo que vos le mandas.
Habrá que ver cómo evoluciona el tema.
Sí, pero es una crisis epistémica tremenda que está viviendo la civilización.
Es evidente que en algún momento habrá que apelar a las regulaciones.
Y ahora, sobre todo, con el despliegue fenomenal e ineludible de la inteligencia artificial, una vez más reaparece el tema de la ficción. ¿Qué es y qué no es? Sobre todo, pensando en las imágenes y las voces. ¿Qué es una imagen real, entre comillas, y qué no es? Es terrible. Por eso la verosimilitud es fundamental. Días atrás circuló un audiovisual hecho con inteligencia artificial que mostraba a Luis Alberto Spinetta cantando la marcha peronista, con un arreglo ultra sofisticado. Era obvio que estaba hecho con inteligencia artificial. Y se lo mandé a un amigo, que me preguntó: ¿y cómo sabes que se hizo con inteligencia artificial? La única respuesta sensata para esa pregunta era: porque es inverosímil. No que el Flaco Spinetta haya cantado, sino que haya grabado la marcha peronista con ese arreglo. No tiene ninguna verosimilitud. Ahora, al que discute eso, no es fácil responderle. Por eso la idea de la verosimilitud, más que la de la verdad, se vuelve cada vez más importante, para lo que se viene. Yo me encontré diciéndole a un amigo “porque es inverosímil y no lo podés creer”. Pero, si te insiste en su posición, no tenés muchas razones de peso para convencerlo.
Estamos en un mundo muy complejo. Y, para ustedes, que además tienen que pensarlo, es todavía más peliagudo.
Cada vez nos volvemos más necesarios los filósofos (risas).
El lenguaje que utiliza la sociedad, ¿se ha deteriorado en las últimas décadas? ¿Se lee cada vez menos, como se dice?
Yo no creo que se lea cada vez menos. Creo que se lee distinto y se lee tal vez con menos diversidad, por lo mismo que explicábamos antes. Y eso si leer significa lo que entendemos por leer. Ahora, si me preguntas si se leen menos ciertos contenidos relacionados con la tradición y la cultura, entonces contestaría que sí, te diría que es posible, porque cada vez se lee menos el canon. Acerca de esto último, uno puede comprobarlo con los jóvenes. Si se les pregunta a ellos si leyeron algunos de esos autores que nosotros en la juventud considerábamos ineludibles, es posible que ni los conozcan. Te estoy hablando incluso de jóvenes que están interesados, por ejemplo, en estudiar filosofía. No te hablo de cualquier joven. Vos les mencionas, por ejemplo, a Dostoievski y no lo conocen. Pero ¿eso no quiere decir que no leen? No, leen cosas distintas. Sí, me parece que hay una crisis del canon. Y eso no es necesariamente malo. Y requiere una larga discusión. Ya no sabemos si hay un canon. Cuando yo era joven y estudiaba había un canon, había cosas que había que leer y si no las leías sentías culpa. Eso es el canon, que tiene su lado bueno y su lado malo. Creo que esa idea está en crisis. Tal vez sea bueno. Pero, claro, el canon ordena, guía, es comunitario y nos pone a hablar a todos de temas comunes. Pero, quizás haya cánones nuevos, que las generaciones más viejas desconocemos, aunque creo que no llegan a configurar esa idea fuerte del canon que impone un deber. Eso sí está en crisis y acaso está bien. Es una larga discusión. Ahora, lo que sí hay es un deterioro obvio. Venimos de años en que ha crecido enormemente la pobreza. Y, después de varios años en que nos habíamos recuperado, posteriores al 2001, volvió a subir la curva de indigencia y eso no puede sino impactar en las condiciones que permiten la apropiación de capital cultural. Yo distinguiría al responder la pregunta dos aspectos diferenciados: por un lado, señalando el inevitable e indiscutible impacto que en general ha provocado la crisis en la sociedad y la cultura; y por el otro, la de los jóvenes que tienen cierto capital simbólico. Preguntaría: ¿Cuánto se parecen estos jóvenes a la idea de capital simbólico que tenían los jóvenes en otra época? Si uno lee las tesis de licenciatura hoy son diez veces mejores que las que escribíamos nosotros décadas atrás. Eso también hay que decirlo y no dudo en decirlo. Las tesis que escriben mis estudiantes son mucho mejores que las que escribí yo. Entonces, me cuesta creer que un pibe que a lo mejor no se le ocurre leer ni siquiera a Dostoievski, y yo lo veo como raro, no sea capaz de escribir la tesis que escribió.
Lo que siento como riesgo no es que se desconozca tal o cual autor, sino que se rompa ese hilo de continuidad sobre ciertas prácticas de coexistencia en comunidad y de compartir aspectos de la vida y la cultura que construyen cierta identidad entre las personas, que incentivan sus intercambios y estimulan el placer de compartir en grupos, colectivamente, determinados valores.
Es un riesgo que se puede generar. Si hay una virtud que tiene el canon artístico y cultural, sea literario, teatral, cinematográfico, etc., es que te da herramientas para la intertextualidad. Leer, mirar una película es conectar con otros libros y películas. Eso es leer, generar intertextualidad. Cuando uno tiene con otros un corpus más o menos común, el diálogo en la intertextualidad es fértil. Cuando no está, se pierde un poco ese hilo de comunidad en la hermenéutica intertextual. Y entonces se puede empobrecer la capacidad interpretativa. Yo veo una película y enseguida se me ocurre discutir y conectarla con otra película o expresión de arte. Hay una anécdota muy linda que me contó Patricio Esteve y que debe estar en alguno de los diarios de Brecht. Cuenta que, cuando el autor alemán llega a los Estados Unidos a montar Galileo Galilei, el protagonista de la obra, Charles Laughton, lo ayuda a hacer la versión en inglés. Y hacen una primera lectura de mesa y se encuentran luego con el elenco y le pregunta a Laughton qué hizo, si estuvo ensayando, repasando la letra. Y el actor le contesta que no, que había salido a pasear por los museos de Nueva York y por el Metropolitan. Ah, bueno, bueno, le contesta Brecht. Y de pronto, empieza a ver lo que producía Laughton y anota en su diario: “Claro, este tipo es una esponja”. Todo lo usaba para su trabajo. Cuando hay un canon, eso que vos chupas y usas para la comprensión, cuando te conectas puede ser común, enriquecer a otros. Si yo te digo: “Mirá, en esa escena, remite a Otelo.” Y si vos no leíste Otelo, se acabó. Puede obturar la fertilidad interpretativa, eso puede ser un riesgo.
¿Tenes en proyecto escribir alguna obra de teatro?
No. Pero tengo varias obras de teatro que escribí y están a la espera de que alguien las ponga en escena. El otro día me encontré con Luis Sáez y me dijo que tenía una obra mía y que pensaba algún día en hacerla. Y yo le contesté: dale, dale, hacela.
Y una pregunta final: ¿recomendarías a los autores que lean filosofía?
Casi que les recomendaría a los filósofos que lean teatro.
A.C.