DIÁLOGO CON LA DRAMATURGA VICTORIA LAURA HLADILO

El teatro me parece cada vez más maravilloso

El teatro me parece cada vez más maravilloso

Concluido concurso nacional de egresados de carreras de dramaturgia en escuelas públicas de 2023 -el tercero que se realiza desde su inicio y que tiene a Argentores como su principal impulsor-, ésta última entidad procedió en agosto pasado a entregar en su sede central los premios a los respectivos ganadores del certamen, en este caso: Emiliano Gabriel Farías, Victoria Laura Hladilo y Alejandra Mónica Voiki. Los títulos de sus piezas dramáticas, en la misma secuencia en que han sido citados sus autores, son: Ningún suelo más querido, Siete estaciones para hablar de amor y La psicóloga y su Ello. Los premios consistieron, tal como consta en las bases del propio concurso, en un diploma recordatoria del hecho y la publicación de un libro con sus obras y distribución. El jurado que los decidió en esta ocasión estuvo formado por Adriana Tursi, Jorge Graciosi y Roberto Perinelli.

De esta manera, nuestra entidad cumple una vez más con una de sus premisas de gestión: estimular la actividad autoral de quienes han exhibido interés en formarse en la materia y, al mismo tiempo, respaldar a los organismos pedagógicos que se ocupan de una disciplina hasta hace poco bastante descuidada y que en la actualidad tiene en esos lugar esde verdadera referencia para todos aquellos que aspiran a escribir teatro. Para este número, y sin descartar la posibilidad de charlar con los otros ganadores en otras ediciones, Florencio decidió entrevistar a Victoria Laura Hadilo, una dramaturga con una trayectoria en el medio ya probada, a fin de conversar sobre distintos aspectos de su labor que, entre otras cosas, ha incluido también la actuación y la realización cinematográfica. Respecto de su obra, Siete estaciones para hablar de amor, citamos en esta introducción la acertada valoración que, en el prólogo del tomo que contiene a los tres títulos, hace de ella Roberto Perinelli. Define este autor al texto como una pieza que, con pluma chejoviana, despliega una historia de amorque se desarrolla en el ‘granero del mundo’, un lugar donde nos muestra que viven pobres desamparados y ricos desinteresados de la condición de otro. Y añade que, como el gran autor ruso, desarrolla el tema mediante recursos elípticos que, sin mostrar nunca la totalidad de lo que ocurre bajo la superficie de los hechos, va sin embargo intensificando poco a poco la tensión y el conflicto dramático hasta llegar a un final desesperanzado. Lo que sigue es el diálogo mantenido con la autora.

¿Cuál ha sido, Victoria, tu formación en teatro?

Estudié dramaturgia en la EMAD en los años 2019 y 2020. Como se sabe la carrera dura dos años. Y para esa época había escrito y estrenado algunas obras. En ese tiempo ya se había jubilado Mauricio Kartun, así que no lo tuve allí como maestro. Durante mi cursada tuve, entre otros maestros, a Ignacio Apolo y Camila Mansilla.

Roberto Perinelli tampoco estaba ya, ¿no?

No, ya no estaba. Justamente, el día de la entrega de los premios del concurso de Argentores que gané junto a otros autores, lo vi y charlamos un rato de la EMAD. Y me contó que él y Kartun había quienes organizaron esa carrera. Yo no lo sabía. Actualmente está como profesor en la diplomatura en dramaturgia que se hace en el centro cultural Paco Urondo. Dicen que está buenísimo lo que se dicta en ese lugar. Yo, en la EMAD, cursé historia del teatro con Camila Mansilla, que es realmente una muy buena docente. Antes, había estudiado con ella en forma particular. Fue en los años en que trabajé en los talleres de Julio Chávez, donde Camila daba cursos. Pero, para mí, esos dos años en la EMAD fueron buenísimos.

¿Con Julio Chávez, escribiste algo?

Bueno, participé en una creación colectiva, que se llamó Angelito Pena. Yo actuaba y haciéndolo, mediante improvisaciones, aportaba a la escritura de la obra. Además, con el grupo armamos la estructura dramática. Por eso soy en parte autora de esa obra, pero en rigor no la escribí como el resto de mis materiales. A esa pieza le fue muy bien, la nominaron a los premios ACE, y después de varios años la volvieron a dar. Fue de las primeras obras que Julio Chávez se largó a hacer junto con otras dos: Rancho y Maldita sea. Fueron las tres obras que hicimos en ese tiempo. En Rancho, que se dio en el teatro San Martín, fui, por ejemplo, asistente de dirección de Julio. En esos días, trabajaba más como actriz, pero me fui dando cuenta, de a poco, que me gustaba más escribir que actuar. Después, mi maternidad hizo como una suerte de paréntesis, y un poco más tarde, en 2013, estrené la primera obra que escribí sola: La sala roja, que es una reunión de padres, mamás y papás, en un jardín de padres. Es una obra que venimos haciendo hace diez años. Se estrenó en el Camarín de las Musas, donde hizo varias temporadas, luego fue al Chacarerean, al Metropolitan y más tarde al Teatro Picadero. Tuvo un recorrido muy amplio. Surgió de mi experiencia como mamá. Es una comedia dramática. Lo que me pasó allí, en realidad, es que me encontré con la posibilidad de escribir. Fue la primera vez que tomé noción de eso, porque lo que le pasó a la obra, bastante excepcional, es que la pidieron de muchos países: se hizo en España, Brasil, y varios países de América Latina. Eso me obligó a investigar cómo era esta profesión, porque en rigor no sabía nada. La verdad, no tenía formación como dramaturga. Yo hice la carrera de dirección en cine, había estudiado guion, pero eso es otra cosa. El guion es más técnico. Para mí, la dramaturgia tiene una influencia de la literatura mucho más grande.

La sala roja

¿Y ahí, ya no paraste?

En cierto modo es así, porque después hice dos obras más que, junto a La sala roja, hacen una trilogía: La culpa de nada y La casa de las palomas. Y mientras estaba ensayando ésta última pieza, me decidí a cursar la carrera de dramaturgia, con la que ya había coqueteado varias veces desde el deseo, pero sin decidirme debido a que, por razones familiares, no encontraba nunca el tiempo para concretar el paso definitivo, inscribirme y cursarla. Y la verdad es que estuvo bueno, porque a pesar de haber escrito ya tres obras, al empezar a cursar me dije: “Ah, yo no sé nada. Es como si empezara de cero.”

Ingresaste al curso con un espíritu de apertura, sabiendo que, aun teniendo alguna experiencia, tenías todavía que aprender más.

Lo que me pasó es que en el curso entré en contacto con un montón de otras escrituras, con otros recursos, con las experiencias dramatúrgicas sobre las que me ilustraban las clases de historia del teatro. Todo eso me amplió mi mirada y me volví mucho más crítica con mi escritura. Ya, por ser virginiana, soy bastante crítica con mi escritura, pero todavía acentué más ese rasgo. Y, por otro lado, me volví más abierta, más amplia al descubrir que ante mí surgían un montón de nuevos recursos que me servían y a los que podía apelar. Y eso estuvo buenísimo. La carrera tuvo en mi caso y en el de mis compañeros de curso la particularidad que el último año, el 2020, fue el de la pandemia, lo cual por un lado fue duro, como lo fue para todos, pero, por otro lado, me ofrecía mucho más tiempo para escribir. Y en ese año escribí tres obras: una de ellas es la que ganó este premio de Argentores. Les sucedió a muchos autores esta experiencia. Ahora, esa amplitud de tiempo libre ya se evaporó de nuevo.

¿Cuál es el título de esas obras escritas durante la pandemia?

Además de Siete estaciones para hablar de amor, que fue la premiada, las otras dos obras, responden al título de Las patronas e Invierno ruso. Ninguna de ellas fue estrenada. La última es un monólogo. Y el año anterior había escrito Cartón pintado, estrenada el año pasado y que, como decimos con dos amigas con las que la hicimos, es una comedia feminista. Se trata de tres amigas de 40, que están en un estado podríamos decir de transición, por un lado, se sienten todavía jóvenes, pero al mismo tiempo sienten que se empiezan a acercar poco a poco las sombras de la futura vejez, y en el medio de eso está el tema de la amistad entre ellas como un eje que atraviesa y sostiene la historia. Pero, es una comedia de lleno, distinta a Siete estaciones para hablar de amor, que para mí es más romántica, más de clima. Es un poco contradictorio con el mundo de hoy, donde todo es acción. En esa historia predomina la duda, el pensamiento, la indecisión y eso va armando esa atmósfera que mantiene atrapado al lector, el espectador. Tal vez lo más complejo de la obra fue lograr una voz que definiera el tiempo de la obra, 1920, que es lo que marcaba la diferencia de época. Encontrar esa forma en que esos personajes se hablaban, que no es la del tú, pero sin embargo marcan la diferencia con el presente. Mis otras obras son mucho más coloquiales, más contemporáneas.

Sí, claramente, esa forma de hablar de manera suave, respetuosa, habla de otro tiempo, de un momento de vida más romántico, donde no todo es impulso inmediato.

Hoy hay más permisos, antes había menos, aunque eso no significa que las cosas no sucedieran. Ciertas conductas no estaban socialmente habilitadas, aunque, por supuesto, muchas veces, subrepticiamente, ocultamente se plasmaban. No es que las cosas no sucedían. A menudo sucedían, pero bajo un velo, una apariencia que tapaba la verdad. Hoy está todo más para afuera. Yo que hoy tengo hijos adolescentes, y me considero una mamá piola, a veces me descolocan con lo que me cuentan y digo: Guau, ya soy de otra generación. Es un ejercicio de adaptación constante.

En las escenas de Siete estaciones para hablar de amor se siente algo del clima de las obras de Chejov, incluso se nombra a uno de sus cuentos.

Sí, leí varios de los cuentos de Chejov, entre ellos distintos cuentos de amor y me atrapaba la atmósfera, de esos amores posibles, pero a la vez imposibles, donde el amor casi siempre se trunca. El cuento al que hago referencia se preguntaba eso: ¿qué es en definitiva el amor? Y esa pregunta se traslada también al texto teatral: ¿se trata de algo que transcurre y soñamos solo en los cuentos y en las novelas y, en la verdadera realidad, ese amor no existe? Entonces, yo también me lo pregunto en la obra.

¿Hay un abuelo también en esa obra al que se alude?

Si, en parte, yo investigué en mis recuerdos familiares para acercarme a esa época. Mi abuelo llegó a la Argentina con su familia proveniente de Ucrania, de Kiev. El nace acá, ni bien llega. Y su familia se instala en el Chaco, en Charata, en los comienzos de 1900. Mi bisabuelo se hace docente y uno de mis tíos abuelos arma una escuela en lo que entonces era una colonia judía. Mi abuelo, que era el hermano mayor, trabajaba el campo. Y, como eran muy pobres, no tenían nada. Y, en un momento, él decide optar también por la cultura del estudio, combinándola con el trabajo duro en el campo. Las dos cosas estaban juntas. Y él, trabajando ya en el campo, decide a su vez enviar a sus hermanos menores a estudiar a Buenos Aires. Y él permanecía trabajando para sustentar sus estudios. Todos esos hermanos se graduaron en la Universidad y cuando él viene, ya de grande a Buenos Aires, decide acá hacer un terciario. Y se instala. Me acuerdo, porque yo lo conocí de chica, que terminó instalándose en Belgrano con su mujer, que era más intelectual. Él, en cambio, seguía siendo un hombre de campo, era un hombre rudo. En mi familia había entonces una mezcla entre cierto culto a lo intelectual y la rudeza de la naturaleza y el trabajo en el campo. Ese tránsito del campo a la ciudad, que estaba en la mitología familiar, me trabajaba en la cabeza y tenía ganas de reflejarlo en una obra. Y tal vez, el personaje de Gregorio de la obra tenga algo de él. Pero, claro, lo que pasa con las imágenes de las obrases que se van entrelazando y los personajes incorporan también otros rasgos. Además, lo que a mí me interesaba reflejar en la obra era en especial ese componente económico-social que se estaba conformando por la época, el de una Argentina que estaba constituyendo una identidad. Era una Argentina llena de expectativas, pero al mismo tiempo si se leen las noticias de los diarios de esa época, ocurrían muchas de las cosas que verificamos hoy: los sueldos no alcanzaban para sostener la familia. Y, aunque el país tenía como una perspectiva de crecimiento, al mismo tiempo había mucha gente a la que no le alcanzaba la plata o los salarios para sobrevivir. Algo parecido al presente.

Si claro, sin ese descontento no se hubiera producido la llamada “semana trágica”.

Claro y había mucha ilusión en quienes venían y frustración en muchos de ellos. Era durísima la época. Mi abuelo vivía en el campo y se sacrificaba. Luego, al venir acá, trabajó de mecánico dental, los otros eran odontólogos y él llegó hasta mecánico dental. Y andaba siempre en su laboratorio con su guardapolvo blanco con los bolsillos llenos de ajos. ¿Por qué come esto?, me preguntaba yo. Luego, me enteré de que vivió mucho tiempo en el campo conviviendo con las vinchucas y la única manera de protegerte de ellas era comiendo ajo, que es un antiséptico formidable.

El personaje de Gregorio en la obra, ¿trabaja en un tribunal?

Gregorio ya trabaja en el juzgado, tiene allí un puesto. Y el otro personaje masculino, el joven, es un juez de paz honorario, no cobra por eso. Resuelve pequeñas cosas sin cobrar, convocado a esa función de mediador de conflictos debido a un prestigio moral que lo hace una persona ideal para el puesto. Me pareció encantadora la figura del juez de paz.

¿Hay alguna posibilidad cercana de estrenar esa obra?

Todavía no, pero tengo ganas de que se haga. Tengo algunos actores y actrices que me gustaría trabajaran en el proyecto Y, ahora, con el premio de Argentores me entusiasmé más.

¿Te gustaría dirigirla?

Sí, claro, me gustaría dirigirla, porque es una obra muy personal. Tiene además algunas canciones. Y, en ese sentido, es una de esas obras mías que me resultaría más sencillo hacer, porque la tengo muy en la cabeza. Le estoy dando la maduración del cómo, del dónde. Es además una linda obra para los actores. Ojalá la pueda estrenar pronto.

El año pasado dirigiste también una película. ¿verdad?

Sí, escribí el guion hace dos años, y tuve mucho trabajo de reescritura. Y este año estoy realizando la postproducción de la película, de modo que tengo mi vida totalmente tomada. Se llama La culpa de nada, y es la adaptación de una de mis obras de teatro. La obra teatral ganó algunos premios y con eso recaudamos un dinero y nos decidimos con varios amigos a formar una cooperativa y filmarla. Yo adapté el guion, además de dirigirla. Y colaboró conmigo Marco Berger, que es un director de cine también, y Estanislao Buisel Quintana que estuvo supervisando la reescritura. El año pasado trabajamos en eso. Ahora, estamos terminándola.

La culpa de nada

¿Te sigue gustando el cine, al que le dedicaste un tiempo de formación importante?

Sin duda, pero el cine es todavía una empresa aún más grande, más costosa que el teatro. Por eso requiere mucho más tiempo y confieso que soy bastante impaciente. El largo tiempo que lleva el proceso de escribirla hasta plasmarla como filmación me produce, realmente, mucha ansiedad. El teatro es un poco más veloz. Esto que pasa con el teatro independiente, donde la posibilidad de ponerse a trabajar con un material está al alcance de la mano y no se tiene por qué pensar necesariamente en ir a un teatro comercial, que exige mucho más dinero. En cine, esta película la hicimos así, de forma independiente, artesanal, y en cooperativa. Yo trabajé por 2004 en dirección de cine, después trabajé varios años en publicidad y luego me fui al teatro. Y para mí hacer esta película fue como un reencuentro, estuvo bueno hacerla más así, más artesanal, entre amigos y amigas, porque me permitió un reacercamiento a esa disciplina una “vuelta a” y a la vez un aprendizaje. Necesitaba también hacerla así, trabajar con amigos y amigas, circunstancia que te permite hacerlo con más soltura, menos exigencia, por un lado. Hay un video muy lindo de Orson Welles que reproduce un diálogo entre él y un entrevistador, donde, entre otras cosas, se dice: “¿Trabajaste alguna vez con amigos?”, le preguntan a Welles. “Si, frecuentemente”, responde. “¿Tuviste problemas?” “Frecuentemente”, continúa. Y luego: “¿Volverías volver a trabajar con ellos?” “Frecuentemente”, remata. En teatro me pasa algo similar. Por eso, muchos directores vuelven a trabajar con actores y actrices que conocen y con quienes han tenido antes una buena experiencia. Es el entendimiento con el otro que esa experiencia previa te permite asegurar. No cualquier director se entiende bien con cualquier actriz o actor. Tener una larga trayectoria de trabajo juntos, genera una convivencia y amistad que contribuya al entendimiento, a la sintonía. El teatro cada vez me parece más maravilloso. El encuentro con el actor en vivo es una experiencia única, además de que se renueva día a día.

A.C.

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