La metáfora, como magistral herramienta

Por Roberto Perinelli *

Conocí a Tito Cossa en plan de militancia, en 1980, durante los preparativos del primer Teatro Abierto. Él era uno de los autores dirigentes de ese movimiento que, como repito siempre, nunca tuvo jefes sino líderes de jerarquía, personalidades con muchos laureles teatrales. Yo, un autor en sus comienzos, con sólo dos a tres estrenos encima, escuchaba y aprendía en medio del armado de ese proyecto que ninguno imaginaba que, ya concretado, iba a ser tan importante.

En ese contexto Tito confirmó, además de su perfil luchador, su estatura de gran creador. Estábamos todos de cabeza enfrentando la organización del primer Teatro Abierto, pero asimismo ocupados en escribir las obras que iban a integrar el ciclo inicial; debían ser de media hora y casi nadie tenía a mano alguna de esa extensión, había que trabajar también en eso. Una de esas tardes, nos reuníamos martes y jueves en el viejo auditorio de Argentores de Pacheco de Melo, Tito entró con los papeles inéditos bajo el brazo, se sentó en el escenario y nos leyó a todos Gris de ausencia, quizás, o sin quizás, su pieza más perfecta. Al término se produjo un silencio de sorpresa, tan estruendoso como el cerrado aplauso que lo siguió. En medio de las palmadas, un Villanueva Cosse eufórico gritó la exacta definición de esta obra maestra: «Esto es Babilonia al revés».

Claro que entonces yo ya había visto y conocía los trabajos anteriores de Tito. Como es sabido, su carrera autoral comenzó en marzo de 1964 con Nuestro fin de semana, sumándose de este modo a ese grupo surgido del teatro independiente – Ricardo Halac, Germán Rozenmacher, Sergio De Cecco, Carlos Somigliana, Ricardo Talesnik – que revolucionaron la dramaturgia argentina de los 60.

Con Nuestro fin de semana Tito comenzó a desplegar un retrato de los argentinos, arrancando imágenes que sólo su perspicacia sabía percibir, ocurrencias se diría, que algunos dicen no sirven para hacer arte, que suelen cubrirse con retórica hasta que la ocurrencia no llega a alguna parte. Pero con Tito no valen esos reparos, las rescataba y las convertía en el punto de partida de alguno de sus mundos poéticos. Un ejemplo, sólo un ejemplo de este asunto: un 17 de octubre murió Frederic Chopin y un 17 de octubre nació el peronismo, coincidencia que Tito aprovechó en 1998 en Ya nadie recuerda a Frederic Chopin para confundir y desconcertar con el dato azaroso a una familia melómana y culterana de Villa del Parque, barrio donde vivió de joven.

Pido una pausa para informar que una excelente versión de este título estuvo en cartel hasta el sábado pasado en el Teatro La Máscara, dirigida por Norberto Gonzalo. Va mi recomendación para verla, porque retornará el año que viene. Arriba de ese escenario verán, además de la destreza del director y de los idóneos intérpretes, a un Tito auténtico, irónico, a veces mordaz, pero siempre tierno.

Naturalmente que el humor de Tito no fue, no podía ser, grueso y astracanado, sino ironía porteña, y quien más porteño que él, que después de una de sus pocas y raras vacaciones veraniegas, quince días en una quinta alquilada entre árboles, ladridos de perros y pajaritos, volvió diciendo que soportó todo muy bien, porque de tanto en tanto metía la nariz en los caños de escape de los automóviles.

En una de sus piezas primeras, El avión Negro, Tito compartió autoría con su gran amigo Somigliana, con Rozenmacher y con Talesnik. Esta obra fue uno de los primeros asomos del teatro al tema del peronismo, inasible e inexplicable fenómeno entonces, 1970, y, doy fe, siempre obsesión de Tito, que intentó entenderlo. Pese a que por ahí andaba la mirada amenazante, aunque ya algo apagada, de Onganía, los cuatro autores se atrevieron a usar como materiales dramáticos dos elementos de la mitología peronista: el avión negro que iba a traer a Perón del exilio y el hombre del bombo, sonora expresión popular de la resistencia peronista de esos años.

Insisto que el tema del peronismo aparece en muchas obras de Tito, elusivo, más o menos referido o presente, como en Solo sabe rezar, escrita en coautoría con su hijo Mariano que programamos en el 2020 en el Teatro del Pueblo. El estreno con sabor de despedida, para dolor de todos Tito resignaba salud, permitió que alguno, alguna en realidad, le acercara con cariño la evidencia de que Con solo cabe rezar, su último trabajo, por fin había escrito una obra peronista.

La metáfora, la herramienta que él manejaba magistralmente, y nosotros como podíamos, fue necesaria en esas épocas abyectas de gobiernos castrenses y civiles tan semejantes en cuestiones de censura. Tito escribió, a mi criterio, la obra que carga con el mayor contenido metafórico del teatro argentino: La Nona. Tan cercana a nuestro grotesco, seguro que muchos de los y las presentes conocen la anécdota: una anciana centenaria e italiana come con un apetito insaciable demoliendo todo a su alrededor, destruyendo incluso a su propia familia. Estrenada en casi todo el mundo, quizás la obra de mayor difusión universal del teatro argentino, requirió que cada contexto le adjudicara el significado que le pareció más adecuado. En el 1977 argentino, año de infame memoria, hubo quienes aseguraron que la nona representaba el aparato destructor del peronismo; otros opinaron lo contrario, era la oligarquía (si me atengo a términos actuales, el círculo rojo) que operaba en el país con propósitos malignos, mientras que, para muchos y por razones obvias, la nona eran los militares entonces en el poder, o simplemente el espejo de nuestra decadencia o la representante de los viejos egoístas que se devoran a los jóvenes y no los dejan crecer. Osvaldo Bonet, quien montó La Nona en Sarajevo, luego de la desintegración de Yugoslavia, informó que las críticas de los diarios bosnios fueron unánimes: la nona era Serbia.

No puedo evitar – los incentivos a la reflexión que propone la dramaturgia de Tito son inagotables -, la mención a un título de 1985. Los compadritos, donde mezcla los tiempos teatrales, uno de sus méritos mayores que prescindo desarrollar porque si no esto se hace largo, con el manejo de la ya citada la ironía y desde ya, de nuevo, el peronismo.

Resumo la anécdota hasta el punto donde quiero llegar.

En el año 1945, un comandante nazi escapa del naufragio del Graf Spree, buque hundido por los ingleses frente a las costas de Montevideo, y recala en un decadente recreo de Quilmes que un tal Carmelo logra hacer perdurar de milagro. Steiner, así se llama el alemán, se entusiasma al enterarse que está pisando suelo argentino, imagina que, desde aquí, desde el sur, podría encabezar la conquista nazi de América, llegando hasta el norte. Para eso necesita de escuadrones formados por compadritos (de ahí el título de la obra), ya que los compadritos abundan en la Argentina. Encuentra uno, el Morocho Aldao, quien trata de convencerlo de lo contrario, que los compadritos desaparecieron; él, por ejemplo, acorde con esta situación, abandonó el suburbio y andaba por allí para tratar de armar un kiosquito de cigarrillos y golosinas en ese recreo de mala muerte.

Pero lo desopilante ocurre a renglón seguido, cuando un culterano profesor fuera de época, un símil de Leopoldo Lugones, trata de explicarle al nazi (quien pese a la advertencia de Aldao no ha perdido la euforia) quién es Perón. Aquí dejo paso a las palabras de Tito, solo aclarando para mejor comprensión que la situación ocurre en 1945, fin de la Segunda Guerra, dato que el comandante alemán ignora, y año en que Perón asoma como líder.

Leo a Tito:

Steiner:
Profesor… Hay un coronel que está tomando mucha influencia. Al menos se habla mucho de él. Se declaró nacionalsocialista.

Profesor:
Bueno… no exactamente… Se declaró socialista nacional.

Steiner:
¿Y qué diferencia hay?

Profesor:
¡Es lo que no se sabe, comandante! ¡No se sabe!

Steiner:
Habló de nacionalizar la banca. Igual que el Führer.

Profesor:
Sí… pero la banca alemana también.

Steiner:
¿La banca alemana? Ese hombre no es nacionalista.

Interviene Carmelo, el dueño del recreo:
Habló contra Norteamérica.

Steiner:
Eso es bueno. Debemos apoyarnos en ese hombre.

Profesor (despectivo):
Les habla a los obreros.

Steiner:
El Führer también les habla a los obreros.

Profesor:
Sí… pero aquellos son obreros alemanes… Es otra cultura. A estos les dice que van a ganar más.

Steiner:
Un comunista.

Profesor:
No. Los comunistas están en contra…

Steiner:
¿En contra? Entonces es un nombre nuestro. ¿Qué dice la oligarquía?

Profesor:
Están con los comunistas.

Steiner:
¿Cómo con los comunistas?

Profesor:
Y sí… Y además… Promete elecciones democráticas.

Steiner:
Elecciones… ¡Es un liberal!

Profesor:
Es un oportunista. Y además un hombre sin futuro.

Volviendo a los comienzos de mi intervención, y de mi relación particular con Tito, que se hizo más estrecha luego de finalizado el ciclo inaugural de Teatro Abierto, terminado en 1983. Sucedió en esos tiempos, apenas se recuperó la democracia, una reacción por parte de la comunidad teatral de desacreditación de la dramaturgia nacional, que incluía, claro, hasta el rechazo de la magnífica producción de Tito. Pero Tito no era un autor escondido detrás del escritorio, tampoco un intelectual de los que eluden la barricada, era un militante y llamó a pelear. En 1990, con él y otros ocho dramaturgos y dramaturgas, creamos la Fundación Carlos Somigliana, más conocida como SOMI, nombre adquirido en homenaje a su gran amigo fallecido hacía muy poco. Desde ese frente luchamos llevando a cabo acciones de reivindicación del texto dramático que se hicieron más fuertes, regalo del cielo mediante, cuando invitaron a la Fundación a hacerse cargo de la programación del Teatro del Pueblo, sitio icónico, pero entonces alicaído y con escasa perspectivas de futuro. Fue en 1994 que nos hicimos cargo, trabajamos años en ese edificio histórico de Diagonal Norte, luego, desalojados de allí, con un Tito más líder y más empecinado que nunca, llevamos adelante la construcción del nuevo Teatro del Pueblo en Lavalle 3636. Allí continuamos con el mismo objetivo, ofrecer una programación de obras argentinas. Las más de trescientas estrenadas, en un lugar y después en el otro, durante estos últimos treinta años acreditan que SOMI se mantuvo fiel a sus objetivos iniciales.

A Tito lo seguí, no se me ocurre otro verbo, cuando ingresó como directivo de esta casa, Argentores. Con su rectitud intachable (no remarqué esto, su decencia y su integridad, su calidad de hombre de principios, pero no puedo extenderme), abordó el compromiso, junto con otros colegas, de alejar a esta entidad de lugares donde malamente había llegado. Muchos de los presentes en este acto pueden reafirmarlo, su mandato terminó de reconvertir a Argentores en una casa sana, solidaria y ejemplar.

Pero el lugar de mi encuentro con él, el más entrañable, siempre fue SOMI y el Teatro del Pueblo. Y siempre fue nuestro presidente, eterno hasta que se nos fue. Durante treinta años los Somis asistimos a su migración de la ginebra al whisqui, cambio que explicaba con raras razones, celebramos cumpleaños, casamiento, enfermedades, viajes, decenas de visitas a funcionarios culturales y de los otros, el discurso exacto en la Feria del Libro y su designación como Personalidad Destacada de la Cultura Argentina. También discutimos, nos abrazamos, nos enojamos, nos besamos y compartimos innumerables asados con mucho vino.

Se nos fue hace poco y hoy hubiera cumplido 90 años, el Día del Teatro Independiente y el Día del Teatro Nacional, dato claro de que el azar no existe. Fue mi referente, lo considero un autor mayor que dejó cinco obras, tal vez varias más si aguzamos la mirada, clavadas para siempre como clásicos de nuestro teatro, que cada tanto vuelven al escenario, como Ya nadie recuerda a Frederic Chopin, para informamos a los argentinos como fuimos, como somos y tal vez como seremos por tanto repetirnos.

Muchas gracias.


*Texto leído durante el acto homenaje a Roberto “Tito” Cossa, el 2 de diciembre de 2024, en el Espacio Encuentro de Argentores

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