ENTREVISTA A ROBERTO PERINELLI SOBRE SU LIBRO MÁS RECIENTE

¿Por qué el teatro independiente mutó y sigue vigente hoy en día?

¿Por qué el teatro independiente mutó y sigue vigente hoy en día?

Dramaturgo prestigioso y con 31 obras teatrales estrenadas en el país entre 1969 y 2022, docente de larga y fructífera trayectoria -muy reconocido por sus pares y querido por sus alumnos-, gestor cultural incansable e impulsor de infinidad de importantes iniciativas en favor de la cultura, en especial en el medio escénico; autor de elogiados trabajos de investigación, entre los cuales se destacan los cuatro tomos de Historia del Teatro Universal, fundador con otros colegas en 1990 de la Fundación Somigliana (SOMI), que administra y programa el repertorio de obras que se montan en el Teatro del Pueblo, Roberto Perinelli, que de él hablamos, es, sin lugar a dudas, una figura relevante del teatro nacional y, al mismo tiempo, un hombre de consulta inevitable y a la vez memoria viviente sobre infinidad de sucesos e hitos por los que ha atravesado nuestra escena nacional y también la de otros países del mundo. Y, en ese sentido, entrevistarlo es siempre un placer porque su charla, y sin que él se lo proponga en forma deliberada, se convierte en una verdadera clase magistral, similar a las que suele brindar en distintos foros teatrales o en las clases que dicta en la actualidad en la diplomatura de Dramaturgia que se dicta en el Centro Cultural Paco Urondo, vinculada a la Facultad de Filosofía y Letras. 

Entre los nuevos aportes que este autor ha hecho a la bibliografía sobre la historia del género, su libro más reciente ha sido Apuntes sobre teatro independiente argentino (1930-1975) y otras cuestiones conexas, publicado por Editorial Eudeba hace muy poco. Faltaba, sin duda, un trabajo de esa naturaleza, que analizara ese período abordado por el libro, que va desde la creación por parte de Leónidas Barleta del Teatro del Pueblo -en el inicio de la década de los treinta o sea el punto de inicio del teatro independiente- hasta 1975, año en que murió Barletta y que para algunos ensayistas es un tiempo próximo -aunque algo anterior- a lo que consideran la desaparición del movimiento. Perinelli objeta ese diagnóstico acerca de la supuesta desaparición del movimiento a fines de la década del 60 y afirma que lejos de evaporarse lo que hizo fue mutar, cambiar y, según él, para bien. Y explica, en distintas páginas de su texto, las diferencias entre aquel movimiento y el actual.

Decimos que hacía falta, que era necesario un libro así, porque lo que se había hecho hasta ahora era una producción fragmentaria, tomaba solo aspectos o fenómenos aislados de ese magnífico fenómeno que fue la aparición de ese movimiento en el teatro argentino, fenómeno que el autor indaga exhaustivamente en varias de sus expresiones más significativas. Y, aun suponiendo que como él afirma con modestia que lo que falte en su libro podría enriquecerse en el futuro con otras o nuevas investigaciones, no hay lugar a dudas que este trabajo constituye ya una piedra basal ineludible a la hora de adentrarse en la realidad de lo que fue aquel movimiento, una investigación con información de excelencia, profunda, amena y que viene a cubrir un vacío en la bibliografía teatral del país que reclamaba hace rato un trabajo así. Una investigación que no disimula para nada su admiración por aquel movimiento, pero que, a la par, analiza y subraya muchas de sus debilidades. Características similares a estas que señalamos tienen las valoraciones que el autor hizo del tema en la entrevista que nuestra revista mantuvo con él para ahondar ese aspecto y otros tantos que plantea el libro, pero también para conocer otros que nos interesaban de su trayectoria. 

 ¿Qué te llevó a escribir este libro? Los trabajos que existían ¿eran en tu opinión insuficientes para ofrecer una visión más integral? 

Había muy buenos trabajos sobre teatro independiente y yo los cito en mi libro, como el dedicado al teatro judío, en especial el que se hacía en el Idisher Folks Teater, entidad más conocida como el IFT; o los publicados en distintas revistas por María Fukelman sobre el teatro independiente. Y otros que me puedo olvidar, pero en lo fundamental eran más que nada artículos, a los que les faltaba, sí, ese alcance más totalizador al que aludís en la pregunta. Por otra parte, los libros que se escribieron sobre el tema y eran más abarcadores, como el capítulo que le dedica Luis Ordaz en su Historia del Teatro del Ríode la Plata, fueron escritos en una etapa previa al desarrollo que tuvieron luego los teatros independientes más importantes de la época o por lo menos de una parte de ellos. Ordaz escribió su libro en 1946. Y hubo otro de José Marial, que está muy dedicado al Teatro del Pueblo y, además, tiene el mismo problema de haberse escrito antes del momento más floreciente de algunos grupos, sobre todo aquellos que establecieron marcadas diferencias con el modelo del pionero Teatro del Pueblo, en particular La Máscara.

El Teatro del Pueblo, y a pesar de todo el valor simbólico y práctico que implicó su fundación en los años treinta, hubo un momento en que empezó a atrasar mucho sobre todo en materia de actualización artística, ¿no?

El Teatro del Pueblo fue un modelo demasiado pétreo, casi inmodificable. Y no lo afirmo con un sentido peyorativo. Entiendo que la coherencia es un valor, pero lo que pasa es que el mundo cambia. Tengamos en cuenta que el Teatro del Pueblo fue fundado en 1930 y en los sesenta el mundo se modificó en muchos aspectos. Y sus espectáculos ya no atraían porque los elencos no estaban a la altura de los textos que se hacían y esto porque el voluntarismo se puso, Barletta mediante, por encima de la capacidad técnica. El voluntarismo puede ser en algunos casos maravilloso, pero a mí no me llaman para ser el número 9 de la selección argentina solo porque pretendo ocupar ese puesto. La verdad que me gustaría, pero no hay caso, no me convocan y mal andaríamos si así fuese. Para terminar tu pregunta agrego algo. En los años en que he dado clases, que son muchos, uno de los problemas que encontrábamos casi siempre era el del acceso a materiales sobre temas de teatro histórico. Y, sabemos que, cuando más concentrado ese material está en un solo lugar, más fácil se hace el acceso a él. Y si bien yo no pretendo agotar el tema ni pienso que después de esto no se puede hacer nada más al respecto, la verdad es que la existencia de un libro así facilita las cosas, les abre a los estudiantes una fuente de consulta más sencilla y menos trabajosa. Y aunque yo, por supuesto, no estoy habilitado ni pretendo venderles este libro, creo que es un material que facilita la consulta.  Porque de verdad, la falta de publicaciones en las editoriales que se dediquen a la cuestión histórica del teatro argentino es un problema serio y que a mí me preocupa desde hace tiempo. Salvo quizás los trabajos que publicó Osvaldo Pellettieri con Editorial Galerna, que en realidad fueron iniciativas heroicas, esa falencia existe hace rato. Por lo general ese vacío lo ha cubierto el Estado, y el Estado en este momento está absolutamente en retirada en estos asuntos de edición y de otros. Por ejemplo, hay un libro valioso de Berenguer Carisomo, en algunos aspectos discutible como lo es cualquier libro, que fue publicado por el Instituto Nacional de Estudios de Teatro en 1947; pronto, si ya no ocurrió, desaparecerá de hasta las librerías de viejo, quedará de él algún que otro ejemplar en ciertas bibliotecas, nada más. En ese aspecto, Pellettieri, entre los académicos, fue un pionero. Y yo no quisiera lamentar que mi libro sea el último de historia de teatro que se publique.  Sería una triste distinción.

¿Qué cosas diferenciarías entre aquel teatro independiente que vos abordas en el libro y el actual, qué cosas se dejaron de lado y cuáles se defendieron?

Con las excepciones que siempre hay, lo que se ha mantenido es la intención de hacer el mejor teatro posible. La segunda cosa, que es muy apreciable, es que no se puede hacer teatro sin haber adquirido una técnica en algún lado, sea en un taller particular, en una escuela oficial, donde se quiera y se pueda. Hoy día existen cientos de lugares para poder formarte y eliminan obstáculos para intentar trabajar en teatro en diversos roles simultáneos: autor, actor, director. No hay ya compartimentos estancos. Yo nunca dirigí en mi vida, pero cuando empecé a escribir, dedicarte también a dirigir constituía infringir un mandato. Entonces te decían: el director te mejora el texto, lo lee de otra manera. Yo puedo dar fe que, en mi caso, no siempre ocurrió así. Yo sospecho que Agustín Alezzo, Augusto Fernandes o Carlos Gandolfo, leyendo Soledad para cuatro, de Ricardo Halac, deben haber mejorado el texto, pero esa posibilidad no es una regla fija, infalible. Yo te puedo decir que algunos directores de teatro independiente, a veces, eran directores simplemente porque se sentaban abajo del escenario. A Gorostiza se lo miraba con cierta desconfianza porque dirigía sus propias obras. Y recuerdo que una vez Alejandra Boero me dijo: “Sí, pero el único que puede dirigir las obras de Gorostiza es él mismo”. De modo que esa manera de trabajar con roles fijos le dio al director de teatro independiente una autoridad que con frecuencia no tenía, se ganaba con el maltrato y el malhumor. Esa fue, quizás, la más cuestionable herencia del movimiento, la del director autoritario, maltratador, monarca absoluto (“Esto se hace así, porque yo digo que se hace así”). Es algo que imperó y que yo viví y he visto. Y he discutido. Todo eso, por suerte, ha cambiado, los actores y las actrices reaccionan ante la presencia de un monarca, por lo menos en teatro, no se lo banca fácilmente. Algún grito se puede dar, pero es como excepción, pero yo he visto en otros tiempos escenas de maltrato y hasta de insultos desproporcionados. Como si eso mejorara algo. 

Roberto Perinelli durante la presentación del libro en el Auditorio de Argentores

La existencia de ese modelo de directores autoritarios facilitaba, además, la posibilidad de poder modificar los textos del autor, ¿no?

Claro, por ejemplo, por la necesidad del personaje positivo, aquel o aquellos que iban a cambiar el mundo. Esta estética dogmática le permitía, por ejemplo, a Leónidas Barletta arreglar los textos, meterles mano para direccionarlos y plantar el “mensaje”, lo que el texto tenía que decir y a veces no decía. Se conoce la famosa anécdota de la obra Saverio,el cruel que, en la idea original del autor, Roberto Arlt, debía transcurrir en un manicomio, y que fue cambiada por presión de ese director. Fijate: ese ambiente hubiera aparecido 20 años antes que en Marat/ Sade, la famosa pieza de Peter Weiss que hace transcurrir su historia dentro de un lugar así. Incluso hay versiones y rumores de que allí hubo una especie de ruptura o separación, que Roberto Arlt se alejó del Teatro del Pueblo para aventurarse con una obra, El fabricante de fantasmas, en el circuito comercial y le fue pésimo. Y que, como consecuencia de eso, volvió con Barletta. 

Otro tema cuestionable fue la desconfianza, sobre todo en el primer tiempo del teatro independiente, hacia la dramaturgia argentina, ¿no?

Luis Ordaz

Sí, se desconoció durante mucho tiempo la dramaturgia nacional. Barletta afirmó al iniciar el movimiento en 1930 que todo lo que se había hecho hasta entonces no servía para nada, arrastrando en esa negación incluso a autores como Armando Discépolo y Florencio Sánchez. Nada menos. Eso luego, se empezó a superar en el desarrollo posterior del teatro independiente, con grupos como La Máscara. Pero, claro, una de las cosas que me gustaría que surja de la lectura del libro es que el movimiento independiente, como toda entidad humana, no fue un paraíso celestial, que hubo también acuerdos además de divergencias, aciertos y al mismo tiempo errores. Cuando nosotros festejamos el 30 de noviembre como el Día del Teatro Independiente, saludamos los mejores valores de aquella gesta, pero después, si uno empieza a rascar encuentra infinidad de matices, de diferencias, variedad de criterios. Comenzó a jugar la cuestión de la profesionalización, entendida por el derecho de vivir de tu trabajo, mientras que para otros todo debía seguir siendo sacrificio y militancia. Y, ¿qué había de malo en querer ganarse un manguito o algo más, si se defendía el valor innegociable de hacer teatro de calidad? Hubo gente que dio su vida por estos proyectos, pero también tenía que comer. Lo dice Ordaz y yo lo reproduzco en el libro: a los 20 años se puede ser romántico, porque no se tienen obligaciones o se tienen pocas, pero a los cuarenta ya se suele ser padre o madre de familia, con nenes que hay que llevarlos a la escuela y hay que darles de comer. Y, por otra parte, se lo dije a alguien las otras noches, siete días a la semana con sus noches militando en el teatro independiente, es un compromiso muy difícil de sostener. No se puede prescindir o dejar de lado la vida familiar. Ordaz anotó que hubo un momento en que la “muchachada se hizo grande”, y hubo que pensar la vida de otra manera. En el proceso de mutación que marco en el libro, su hipótesis central, es que se comenzó a pensar el compromiso de otra manera.

Uno de los objetivos importantes del teatro independiente fue el de generar nuevos públicos y captar al público popular que iba al género chico, sacarlo del teatro más barato y vulgar. ¿Eso se logró?

No, eso no se consiguió en aquel tiempo. Como siempre, la consumidora de cultura y esparcimiento es la clase media ilustrada, y fue la clase media la que concurrió al teatro independiente. Y esa tendencia ahora se acentuó, ahora el teatro independiente está en la agenda de la familia de clase media. Ojo que hace 20 años el teatro no estaba en esas agendas, estaba el cine. Ahora la mujer le dice al marido: “Viejo, el sábado vamos al teatro.” Antes la salida era el cine o la revista. Yo trabajaba en un taller y recuerdo que, una de las salidas de los matrimonios, era ir al Nacional o al Maipo y después ir a cenar. Era una suerte de celebración del matrimonio. Ahora, además de que la revista ha desaparecido, el teatro independiente mantiene una propuesta que interesa y que espero que como causa de la situación que padecemos no quede muy afectada. O lo afecte lo menos posible.

¿Por qué tiempo se empezó a sentir que ya no era un pecado profesionalizarse?

Eso ocurrió por 1962. Y lo dijo, por fortuna, Juan Carlos Gené, y yo lo reproduzco en el libro. Hasta ese año, la Asociación Argentina de Actores afiliaba solo actores que fueran contratados por empresarios. Por ejemplo, Héctor Alterio no pertenecía a ese sindicato porque trabajaba en el Nuevo Teatro, que era un grupo independiente. En 1962 se forma la famosa Lista Blanca, integrada por actores profesionales e independientes, y en 1964 ganan la elección imprimiéndole a la asociación una orientación totalmente distinta. Pero, ojo, que en el teatro independiente hubo pequeñas artimañas para que algunos integrantes de cada grupo pudieran cobrar, aunque sea, unos pesitos. Nuevo Teatro, por ejemplo, atravesó un período de importantes recaudaciones al montar algunas de las obras del inglés Arnold Wesker (en especial Raíces, también hizo Sopa de pollo). Y esas recaudaciones le permitieron comprar el Teatro Apolo, en la avenida Corrientes. Así que no le faltaban recursos para pagarle a ciertos integrantes, al menos en algunos de esos años. Allí había tres o cuatro personas, una de ellas Rubens Correa, que recibían honorarios porque realizaban trabajos durante el día en el teatro, trámites y otras gestiones. 

Eso sí, pero no trabajar en teatro profesional.

A Héctor Alterio, el actor y director Sergio Renán lo invitó para hacer el protagonista de la película El perseguidor, basada sobre un cuento de Julio Cortázar, y la asamblea del teatro, que decidía todos estos temas no se lo permitió. Pero claro, era una época, aquella que transcurrió desde la fundación de Teatro del Pueblo hasta los sesenta, en que el teatro independiente se desarrollaba en una ciudad donde el hombre mantenía con su único sueldo a toda la familia, mientras que la señora se ocupaba de las cosas de la casa. Con un único sueldo se vivía bien. No había heladera eléctrica, no había Internet, nadie tenía teléfono, no se cobraba el agua, el gasto fijo era la electricidad y el alquiler si no tenías propiedad. En los sesenta, empieza a cambiar la situación, se producen transformaciones importantes, acaso las más importantes del siglo. Cambian las costumbres, la mujer comienza a ocupar otro lugar y, sobre todo, los jóvenes se convierten en una corriente de pensamiento liberal, emancipador. Entre otros cambios, los adolescentes comienzan a vestirse de otra manera, no son hombres o mujeres chiquititos, y entonces hay que tener con que comprarle el jean al pibe, sino te tira la casa abajo.

Empieza a desarrollarse la sociedad de consumo.

Claro y eso movió a la industria y a otros sectores. Incluso, un poco más adelante, llegó la posibilidad de comprar el hasta entonces inaccesible automóvil. Y allí ya no se puede decir, bueno, yo trabajo siete horas y después me voy al teatro. Y, por otra parte, si a los cuarenta años te das cuenta de que lo único que sabes hacer es ser actor, que ese es tu único capital, no te queda otra salida que hacerlo rentable. Hoy, esos grandes grupos independientes desaparecieron, con ellos se evaporaron también las grandes exigencias de la grupalidad. Ya no existen los teatros independientes de treinta, cuarenta o cincuenta personas. Son efímeros. Actores, actrices, directores, escenógrafos se juntan con el fin de montar una obra y luego de que la bajaron de cartel se desarman porque cada uno ya tiene otro proyecto distinto. Por eso son todos amigos, vos vas a cualquier lado donde están los actores, y todos se besan, se conocen, porque en algún momento se cruzaron. Además, las nuevas generaciones -y puedo hablar de ellas pues fui muchos años director de una escuela de arte dramático- ha inventado una cosa maravillosa: hacer cinco obras casi a la vez, obviamente en distintos horarios y días, pero estar en ocasiones ocupado en varios papeles o trabajos. Yo me he encontrado con los viejos actores y te dicen que no puede ser, pero es así, están preparados para eso. Y algunos hacen en los cinco proyectos excelentes trabajos. Siempre cuento una anécdota que me hace mucha gracia. Cuando voy a ver una obra donde hay actores o actrices que fueron alumnos míos los espero en el hall para saludarlos. Y siempre están apurados, porque tienen algún otro compromiso laboral que los está esperando. Y la otra cosa, que también me parece sensacional y que ocurrió alrededor del año 2000, es que los autores también puedan dirigir, anatema, ya lo dije, en el teatro independiente tradicional.

Durante la proyección del video en la ceremonia de reapertura de la nueva sede del Teatro del Pueblo

Eso ya se impuso de un modo que, para quienes tomaron la decisión, es definitivo. Y enhorabuena. Claro, hay excepciones como es tu caso.

Recuerdo a un señor, al que no quiero nombrar porque ya está en el cielo, que destruyó una obra mía. Por ahí la obra no es interesante, no lo sé, no puedo calificarla porque soy el autor, pero la verdad es que la destruyó. Si tenía algunas virtudes las hizo desaparecer. Yo le dije: “Mirá, yo tengo una puesta en escena en la cabeza. Al escribir uno se hace una puesta en escena. Yo no te digo que hagas mi puesta, pero te pido que me escuches, porque por ahí, algo de lo que yo te digo, te sirve.” Y eso porque yo dialogo mucho con los directores, no soy de esos autores insoportables que cuidan hasta el uso de las comas. Por eso me llevo tan bien con Corina Fiorillo, porque yo puedo sugerir algo y ella se anima a probar lo que le sugeriste. Y si no va, no va. También hay que agregar que el teatro tuvo un impulso muy grande con la creación del Instituto Nacional de Teatro y con Proteatro. Recuerdo que, con Los pies en remojo, mi primera obra y con Jorge Petraglia en el elenco siendo ya una figura consagrada, el Fondo Nacional de las Artes nos apoyó dándonos 3 mil pesos, que serían 30 mil de ahora, pero con lo que no se hacía casi nada. También es cierto que el buen respaldo de los comienzos del INT se va debilitando cada vez más, porque el deterioro de los subsidios es notable, pero existen todavía y alguna vez es posible que pueda reavivarse, resucitar. Y otra cosa interesante es la voz y acción del Instituto en las provincias.

Algunas voces por 1960 y 1970 sostenían que el movimiento independiente había ya desaparecido por ese tiempo. Tu hipótesis es otra.

Sí, mi hipótesis en el libro es que no desapareció, sino que mutó. Creo que fue un error de quienes lo dijeron porque no se puede hacer historia con el presente. Hay que esperar, tomar distancia, porque si no es difícil entender. Una cosa es hacer periodismo, otra historia. En estos días se hablaba en La Nación del boom de la comedia musical en Buenos Aires. Está bien, eso es periodismo, no es historia. Vamos a ver qué pasa, si el fenómeno tiene aire como para mantenerse o es solo transitorio. 

Un mérito que vos le adjudicas al movimiento independiente es el de haber impuesto como tarea imprescindible del teatro formarse rigurosamente.

Esa actitud cambió la profesión. La actitud de La Máscara de cerrar dos o tres años para ponerse a estudiar es un ejemplo que se difundió notablemente, que se entendió como una obligación inexcusable para hacer buen teatro. Una famosa anécdota cuenta que, cuando sus integrantes consiguen finalmente la profesora que buscaban, que era Hedy Crilla, y fueron a verla para pedirle que les enseñara Stanislavski, ella les pidió que primero quería verlos actuar. Y ellos le muestran algo de alguna de las obras que habían hecho. Y al terminar, la Crilla les dice: “Son muy malos”. Por otra parte, digo algo en el libro en homenaje a Cora Roca, que es la gran historiadora de Hedy, en tributo a la calidad de su trabajo. En todas las historias, en las del teatro o las del fútbol, se suelen difundir fábulas urbanas que no son ciertas. En fútbol, por ejemplo, te dicen: “Aquel 9 jugaba con la mano atrás”. Y todo el mundo repite eso. En teatro, se suele decir: “Hedy Crilla, alumna de Stanislavski”. Y todo el mundo repite eso. Y ella nunca lo conoció a Stanislavski y eso lo deja bien claro Cora en su libro. Hedy Crilla iba caminando por Florida y en la vidriera de Harrod’s, la destinada a librería, vio un libro en inglés de un tal Stanislavski, que se llamaba Un actor se prepara.  Lo compró, lo leyó, dijo “no entiendo nada”, pero acá está la cosa. Acá, algo que pocos mencionan, incluso entre los entendidos en la historia teatral porteña, los primeros que empiezan a traer las ideas de Konstantin Stanislavski son los directores judíos europeos que escapaban del nazismo. Directores de la talla de David Licht, un artista muy formado que estuvo entre los primeros en enseñar a Stanislavski en el IFT. Marta Gam, una de sus primeras alumnas, decía que él enseñaba ya a Stanislavski. Y entre esas fábulas que se difunden, hay una que afirma que Stanislavski era un tipo autoritario, y, volviendo al tema, entonces hay que ser autoritario. Hay un libro, Stanislavski dirige, escrito por un actor ruso llamado Toporkov, que trabajó con él, que cuenta justamente todo lo contrario. Y esa imagen de autoritario fue la que agarraron algunos directores independientes, que no entendían nada, para que no le discutieran lo que decían. Seguramente porque si le discutían no sabían cómo responder. 

¿En qué hechos importantes has participado en condición de gestor cultural?

Gestiono desde 1994 una institución, el Teatro del Pueblo, obviamente en una actividad que he desarrollado junto a otros autores; desde hace mucho soy jurado de mil concursos (entre ellos el Trinidad Guevara, donde estoy en representación de Argentores, entidad a la pertenezco); escribo prólogos a carradas, soy uno de los fundadores de ARTEI (Asociación Argentina de Teatro Independiente); intervine en Teatro Abierto y participé activamente en la pelea para hacer caer el veto que quería imponer Carlos Menem a la ley de teatro, entre otras cosas. Tuve un trabajo de gestión en la EMAD (Escuela Municipal de Arte Dramático) de casi 25 años, donde además de ser director, di en todos esos años la materia Historia del Teatro, aunque también de Dramaturgia y Análisis de Texto en determinados años. 

Actualmente das clases de Historia del Teatro en la diplomatura de Dramaturgia en el Centro Cultural Paco Urondo. ¿Cómo haces para que la enseñanza no se te haga rutinaria? 

Me gusta variar un poco. En determinado momento, avanzo por un lado, y al siguiente año, por ejemplo, por el otro, le agrego y quito cosas. Y así logro que siempre trabajo con la novedad.

¿Cómo organizas el tiempo para hacer tantas cosas?

Para escribir utilizo todas las mañanas. Me levanto a las nueve, más o menos, desayuno, leo el diario. Debo estar entre las cinco personas que en todo el país todavía leen el diario impreso en papel. Me preparo un mate y a las diez, o diez y media me siento y trabajo hasta 1 y ½ o 2 de la tarde. Cuando investigo, me suele ocurrir que vuelvo a consultar libros que leí hace mucho y al leerlos de nuevo, siento como si fuera la primera vez que los abordo.  Es que empecé a dar clases en la Escuela Municipal de Arte Dramático en 1984 y, en ese entonces, no conocía todo lo que sé ahora, tenía lagunas que debía superar. Y hoy me pasa, a menudo, que al leer esos libros de nuevo no se te pasan ciertos detalles en los que antes no reparabas e interpretás mejor.

¿Y diste clases de entrada?

Primero me nombraron director y Adelaida Mangani, que era mi jefa, me dijo que me convenía tomar alguna cátedra porque el contacto directo con el alumno es muy enriquecedor. Y entonces, yo organicé el programa para que, en los dos primeros años, todos los alumnos pasaran por las clases de Historia del Teatro. Y, claro, una clase de historia no es lo mismo que una clase de actuación, pero hay muchas cosas que se pueden percibir allí. Y, además de formar al alumno, esa clase tiene la virtud de que él te empiece a conocer a vos y te saque de ese lugar sagrado que se le suele otorgar a los directores de escuela. Te convertís en un individuo de carne y hueso, existís para ellos.

¿Hay una dramaturgia joven de peso hoy?

Si, la hay. Siempre les digo a los alumnos que ellos son los dramaturgos de la democracia. Ustedes se mueven con una libertad de expresión que nosotros no teníamos por la autocensura. Te doy un ejemplo: a esa obra que nos financió el Fondo Nacional de las Artes en 1971 le hicieron cortar tres parlamentos. Y el Fondo en ese momento no debería haberse metido ni involucrado porque no era un organismo de censura. Dicen que, en el teatro argentino, la primera vez que se dijo la palabra “coger” fue en 1980 en Mar del Plata. Seguramente fue allí porque en un ambiente de vacaciones todo es más laxo. Ahora vos vas a ver una obra de los chicos jóvenes y la palabra “coger” se escucha una y otra vez. Y si yo tengo que escribir esa palabra dudo un segundo. Hay una nueva dramaturgia, a veces es demasiado nueva dramaturgia, pero también se encuentran obras de esta generación que tienen elementos de la vieja dramaturgia y uno respira o reposa. Es que lo que tiene como cualidad indiscutible el teatro independiente es la versatilidad. Hay de todo y en ciertos momentos a veces comienzan a predominar ciertos temas o determinadas formas de dramaturgia. Ahora está bastante de moda el “síndrome Marull”, todo ocurre en el campo, en los pueblos desafortunados que no tienen futuro. Son modas que también en algún momento desaparecen. 

¿Esos autores son representados?

Sí, creo que casi todo lo que se escribe se hace, porque si no se lo hacen los propios autores. Ahora se percibe menos producción, porque lo del Instituto Nacional de Teatro se ha desacelerado. Hoy existen teatros a los que no le llegan proyectos. A nosotros, en el Teatro del Pueblo, que es una entidad a la que regularmente los autores o grupos acercan proyectos, en la actualidad nos llegan menos. Espacios hay. Yo creí que la pandemia sería más feroz con los espacios, pero solo en algunos casos se cerraron por falta de un acuerdo con los dueños de la propiedad donde funcionaban. Incluso aparecieron teatros nuevos como el Itaca. 

Vos ves mucho teatro, pero no creo que lo hagas solo porque te gusta y no te queres perder nada.

Veo mucho teatro, entre otras cosas, porque soy jurado de algunos premios. Y también me ayuda en mi trabajo docente. Me suelen pasar cosas muy simpáticas. “Estoy haciendo una obra donde los personajes vuelan”, viene un alumno y me dice como si eso fuera una originalidad absoluta. Y yo le contesto: “Mirá, yo vi ya en 1968, en el Di Tella, una obra donde los personajes volaban”. Cuando empiezo las clases de Historia del Teatro, les digo a los alumnos: “Miren, tienen que saber historia del Teatro por tres cosas: la primera, porque hay que saber quién estuvo detrás de nosotros, qué hizo. Vos estás en un lugar porque alguien antes lo fabricó. La segunda razón es para robar. Como dijo alguien, que citaba mucho Raúl Serrano, en arte el robo es lícito siempre que sea seguido de asesinato. Vale decir, hay que robar, pero saber robar. Y tercero: para no inventar el teatro, el teatro ya está inventado y hace mucho. Después de saber eso, lárgate con tus proyectos, hacé lo que quieras, escribí lo que desees, pero hay que tener en cuenta que es difícil que te respalde la novedad absoluta. 

¿Qué cosas son las que contribuyen más a difundir el teatro?

El “boca a boca”, sin duda. El teatro independiente cuenta ya con un público importante donde ese mecanismo funciona en forma muy aceitada. Yo he oído transmitir ciertas informaciones de una persona a otra en las mismas colas que se forman antes de las funciones. Las redes es el otro factor y luego la suerte. Son las tres únicas cosas que funcionan. Y la polenta que los elencos le ponen a su proyecto también ayuda a la difusión.

Junto a Bernardo Carey, Héctor Oliboni, Marta Degrazia, Carlos Pais y Roberto Cossa en la reapertura del Teatro del Pueblo en 1996

Es que, además, la publicidad es muy cara. Y además la gente lee poco los diarios.

Yo, por ejemplo, leo La Nación. Y veo que Carlos Rottemberg y otros empresarios suelen publicar avisos sobre sus espectáculos hasta de una página en ese diario, que sin duda deben ser bien caras. Ahora, me pregunto: ¿esto tiene un efecto real en la gente, da resultados? Porque, además, eso no sale en Internet.

¿Hay nuevos enfoques que reflejen esta realidad que vivimos en las últimas décadas?

Sí, si se sabe leer se encuentran obras que se interesan por esa realidad. Hoy, justamente, estábamos comentando con Lucía Laragione un texto que exponía, de modo implícito, no explícito, una historia sobre jóvenes sin futuro. Tenemos un teatro muy perceptivo, mejor dicho, tenemos teatristas que habitan este mundo nuestro, hablo del mundo argentino, tan lleno de incertidumbre y zozobra, y saben reflejarlo. 

¿Qué diferencias habría entre esos jóvenes y los jóvenes de los sesenta?

Los jóvenes autores de los sesenta crearon a partir del “descubrimiento” de la mediocridad de la clase media, desde adentro, porque ellos eran pequeños burgueses que hablaban de pequeños burgueses de mirada pequeña. En Nuestro fin de semana, uno de los objetivos del personaje central era el de ponerse una empresita. Ese objetivo minúsculo no congeniaba con el espíritu juvenil de la época, puesto en favor de una forma de socialismo argentino, propósito muy alentado por el ejemplo de la Revolución Cubana, alimento de la utopía de un mundo mejor. Hoy, en medio de la derechización del mundo es muy difícil ser Cuba, siquiera imaginarlo. 

Durante la inauguración del la nueva sede del Teatro del Pueblo en 2019

Hablame un poco del Teatro del Pueblo, ¿en qué situación está en este momento?

El Teatro del Pueblo tiene una programación interesante. Trabajamos bien, pero somos pocos. Somos seis. De los históricos el único que quedó soy yo. En su momento fuimos muy inteligentes en incorporar gente joven, sangre nueva al teatro. Mariela Asensio, Adriana Tursi, Andrés Binetti, son excelentes compañeros y además personas con energía juvenil, envidiable, claro. Y muy duchas en el manejo de las redes y otras cuestiones del metier teatral. A mí me sacas del whatsapp y me pierdo. Tenemos prestigio. Hemos sostenido desde un principio al autor argentino, pero está tomando forma una paulatina crisis económica, agudizada por varios factores, el aumento de los gastos fijos y, repito, el cada vez menos importante apoyo económico del INT y de Proteatro. Recuerdo que cuando se creó el INT, 1998, y se establecieron los subsidios de las salas, Alejandro Samek puteaba porque el monto asignado le alcanzaba solo para pagar el 35 por ciento de los gastos fijos del Teatro Andamio 90. Y él decía que tenía que ser el 50 por ciento y el otro 50 lograrlo con lo que se recauda por boletería y otros recursos. A nosotros, en estos días, el Instituto nos acaba de dar una suma que alcanza para cubrir los gastos fijos de un mes. Otro tema es el sostenimiento de los espectáculos en cartel. Nosotros apoyamos y cuidamos lo que tenemos en cartelera, nunca hemos pedido seguro o que se cumpla con un número determinando de espectadores, pero a veces la programación se hace trizas por causas que antes era imposible siquiera de imaginar. Todo va bien, marchan las funciones, hasta que el actor, o la actriz, de un monólogo exitoso te dice que baja la pieza porque lo o la acaban de llamar para hacer un personaje en el teatro oficial o el comercial. Este asunto, el canibalismo con que opera el teatro oficial o el comercial, nutriéndose del teatro independiente, es un tema del cual se habla poco, tampoco hay por qué hablarlo aquí, pero produce efectos no deseados en teatros como el nuestro. La crisis, evidente este año, nos hizo cambiar y tomar recaudos, sólo abrimos viernes, sábado, domingo y lunes. Los otros tres días está cerrado, simplemente porque tenerlo abierto cuesta más guita que tenerlo cerrado. Y ojo que nosotros todavía tenemos todavía deuda de la obra que se hizo para reinstalar el teatro en la calle Lavalle. Es complicado tener un teatro independiente. Y nosotros tenemos una ventaja, por llamarla así: que ninguno de nosotros saca del teatro un mango. Si tuviéramos que sacar un mango, chau. Y no estoy, por supuesto, criticando a los que quieren vivir de las recaudaciones, están en su derecho. Como dije al comienzo, o cerca del comienzo, el teatro independiente es un todo que, acercando la lupa, muestra diferencias y variantes, y todas son válidas.

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