Revista Florencio
LOS CIEN AÑOS DE MARÍA FUX
El domingo 2 de enero pasado un numeroso grupo de personas bailaron y cantaron en la avenida Callao como homenaje a la bailarina María Fux, que cumplía cien años. Ella estaba asomada a la ventana de su departamento recibiendo ese tributo a su vida, enteramente consagrada a la danza.
Más allá de la edad venerable que María Fux ha alcanzado, ciertamente ese homenaje era el fruto de una carrera increíblemente extensa, amplia y también muy singular.

Si con una personalidad de la historia de la danza escénica pudiera identificarse a María Fux, sería sin duda Isadora Duncan, salvando por supuesto las diferencias de época, de países y de circunstancias individuales. Ambas desarrollaron sus carreras al margen de estructuras que, aunque diferentes entre sí, implicaban corrientes establecidas o en proceso de establecerse: fuera del ballet académico en el caso de Duncan; fuera de la naciente danza moderna argentina en Fux. Ambas hicieron igualmente su camino bajo la forma de recitales solistas y muy excepcionalmente invitaron a otras bailarinas; vale decir, las dos prescindieron del marco de una compañía.
Ambas, finalmente, se apoyaron mucho más en una danza que fluyera de sus propias emociones que de un vocabulario de movimientos reconocible. Sus discípulas, por lo tanto, no lo fueron en el sentido de una escuela formal: la influencia que Isadora Duncan y María Fux ejercieron provenía de sus fuertes personalidades. Incluso, en el caso específico de Fux, la danza-terapia que puso en práctica se apoyaba más en la conexión espiritual -por darle algún nombre- que establecía con los alumnos que en un método programado.

Tuve la oportunidad de entrevistar a María Fux en el año 2015 y fue quizás una de las últimas entrevistas que dio. Tenía en ese momento 93 años y al revés de lo que ocurre con tantas mujeres, no ocultaba su edad sino que la proclamaba con un orgullo que se extendía a los logros de su carrera.
No hubo sin duda otra artista de la danza en el país cuyo nombre sea tan ampliamente conocido y que se haya irradiado mucho más allá de los círculos de entendidos o aficionados. El trabajo que inició con el nombre de danza-terapia y específicamente con personas hipoacúsicas trascendió las fronteras de la Argentina. Su carrera escénica fue muy prolongada –bailó hasta los 90 años– y su estudio de la avenida Callao, cerca del Congreso, continuó siendo siempre el centro de su actividad. Un número incontable de alumnos pasó por ese lugar a lo largo de incontables años y es en ese inmenso departamento donde María –como le gusta que la llamen– continúa viviendo.
Como con cada visitante, el recorrido guiado por sus 400 metros cuadrados fue en aquel momento una invitación ineludible: el comedor de diario, el patio ajardinado, el inmenso salón de clases que da sobre Callao y en el que se encuentran numerosas fotos y afiches que muestran a María en distintos momentos de su carrera.

Es ahora el momento de repasar su vida: su padre era un comerciante judío emigrado de Rusia; un hombre muy severo, así lo recordaba María, que no le permitió tomar clases de ballet porque consideraba que el sólo término “bailarina” ya era una mala palabra. Imponía a su familia reglas rigurosas, desde la manera de comportarse en la mesa hasta el modo exacto en que debían colocarse los platos. El lugar donde él mismo se sentaba a la hora de las comidas era sagrado.
La relación de María –la mayor de seis hermanos- con su madre tenía un carácter muy diferente: “siento que mi madre siempre me comprendió. Cuando vino de Rusia con tres de sus hermanos se lastimó la rodilla y cuando llegó a la Argentina la operaron y le quitaron la rótula. Tendría 15 o 16 años. Siempre creí que soy la pierna de mi mamá que danza. Mi madre amaba la danza y el movimiento y eso se veía en muchas cosas: en su manera de cantar, en su manera de colocar el mantel sobre la mesa o de preparar los dulces. Mis padres ya no están, pero continúo hablando con ellos, especialmente con mi madre”.

María recuerda a su madre diciéndole que bailaba ya en su panza, que bailaba cuando gateaba y que bailaba cuando comenzó a caminar. Y finalmente es lo único que hizo en toda su vida; fue su manera de “hablar” y de comunicarse. En la casa paterna no había lugar para la música ni para la lectura. Entonces ella creaba su propia música y tomaba libros prestados, de los que a veces leía partes a su madre para que también disfrutara. La familia vivía en el barrio de Caballito, frente a Parque Centenario, y a María le gustaba hacer pequeños recitales de danza para los chicos que iban allí a las colonias de vacaciones: “mi carrera, en un sentido profesional, no había comenzado todavía, pero para mí todo lugar en el que bailaba era un escenario”.
Sus estudios formales comenzaron más tarde; una amiga que la había visto bailar en una escuela de teosofía, le preguntó un día qué era aquello que más deseaba. Le dijo “estudiar danza”. Esta amiga le pagó un año de clases en el estudio de Ekatherina de Galantha, una famosa maestra rusa que llegó a Buenos Aires con la compañía de Ana Pavlova, se enamoró de un argentino y se quedó. El estudio de Galantha fue el más importante de aquella época y ella misma era una personalidad imponente y muy vinculada a las corrientes del ballet moderno europeo.
Después de un año la amiga de María no pudo continuar con el pago de las clases, pero gracias a una beca que le dio Galantha permaneció en el estudio. Recordaba María que las clases eran de técnica de ballet, pero al final de cada una Galantha ponía música y sobre esa música las alumnas improvisaban. Ese era un momento muy preciado.

La formación que recibió de Ekatherina de Galantha no fue la base de sus propias danzas, pero María decía que le había enseñado algo fundamental: la disciplina, ese tipo de disciplina que se siente como no obligatoria sino necesaria: “yo iba siempre muy temprano al estudio y miraba cómo Galantha preparaba las clases y cómo ella misma se preparaba para darlas y cómo se vestía”. Algunos años después decidió viajar a Nueva York para estudiar con Martha Graham, la gran revolucionaria de la danza.
Comenzó a dar pequeños recitales para reunir el dinero que le permitiera comprar el pasaje: recitales en casas privadas o en cualquier lugar donde se lo pidieran. Partió en 1952. En Nueva York vivía un hermano de su madre y fue él que le dio hospedaje. En sus dos valijas llevaba azúcar, galletitas, café y latas de conserva provistos por sus amigos para ayudarla a mantenerme en Nueva York. Vivió con su tío durante dos o tres meses mientras buscaba trabajo.
“Pero necesitaba mudarme porque él vivía en Brooklyn y la escuela estaba en el Village, en Manhattan; es decir, tenía un buen recorrido para llegar todos los días. Fui a Aerolíneas Argentinas y allí me dieron una tarea en el subsuelo: hacer fotocopias. Mientras pasaba de una fotocopia a otra, bailaba. Estuve en la escuela durante un año completo. La técnica de Graham no me gustaba porque para mí significaba forzar el cuerpo en interés del movimiento mismo y no de lo que éste quería expresar. No estaba de acuerdo pero tenía que aceptarlo”.
Pero algo inesperado ocurrió. Estaba a punto de cumplirse un año de cursos y no había tenido nunca un contacto personal con Martha Graham. Ya a punto de a punto de volver se encontró con Graham en el ascensor y le dijo: “Querría que viera mis danzas, para saber cómo seguir mi camino cuando esté de vuelta en mi país”. Martha Graham le contestó: ‘Te veré mañana en el estudio a las cuatro en punto’.
Esa noche no dormí; preparé las músicas, aunque ya tan usadas que algunos discos estaban rayados. Preparé también la ropa que me había cosido mi mamá y al día siguiente le mostré mis danzas. Cuando terminé me arrojé a sus pies y le dije: ‘¿Y ahora?’. Ella me contestó: ‘María, usted es una artista, no busque maestros’.”
Regresó al país y comenzó su camino personal.
En 1954 bailó sola en el inmenso escenario del Teatro Colón, al que había llegado de una manera circunstancial. En aquella época solía dar recitales al aire libre en el Jardín Botánico y alguien del Teatro Colón la vio y le dijo: “cuando necesite algo, aquí tiene mi tarjeta”. Entre las muchas cosas emocionantes que ocurrieron esa noche, una fue la presencia de sus padres en un palco: “fue un homenaje a ellos. Mi padre era riguroso y conservador, pero cuando me vio bailar en el Colón, lloró. Yo nunca le había ocultado que había elegido la carrera de danza, pero creo que él prefería no enterarse”.

Bailó sobre música de Stockhausen y de Ravel, y también sin música o sólo sobre palabras con un tipo de danza que no era ni clásica ni contemporánea. Recordaba: “una cosa es estar sentada en la platea y mirar el escenario y otra muy distinta estar en el escenario y tener la platea frente a uno. Sabía que iba a ser un encuentro muy especial en mi vida y lo acepté, desde el camarín para mí sola hasta el momento en que el gran telón rojo comenzó a abrirse lentamente”.
Aquella entrevista cerró de esta manera: a la pregunta “usted bailó hasta los noventa años, ¿querría continuar haciéndolo?”, la respuesta de María Fux fue: “Tengo muy claro qué son las etapas en la vida y ya cumplí largamente con eso”.
Laura Falcoff
25 / Mar / 2022