Revista Florencio

Carlos Gorostiza fue testigo de la vez aquella que Armando Discépolo se acercó a un canillita para comprar el diario.
-¿Qué lleva, abuelo?
-¿Abuelo? La puta que te parió.
Don Armando no era lo que se dice un hombre simpático. Tenía un rostro afilado, ojos pequeños y penetrantes que observaban desde arriba. Parecía un hombre siempre malhumorado. Quizás fue por eso que a muchos de los autores de nuestra generación nos costaba acercarnos a él. Personalmente solía cruzarme con Discépolo en los pasillos de Argentores, pero no avanzaba más allá del saludo respetuoso.
Mi único diálogo con Discépolo fue un reportaje que le hice para una revista de corta vida cuyo nombre era Teatro Popular. Vaya a saber debido a qué impulso guardé la página con el reportaje -precaución no habitual en mí- y vaya a saber por qué milagro lo recuperé hace unos meses entre una montaña de papeles condenados a no ser revisados jamás.
El recorte no incluye la fecha de la edición, pero por el dato de su edad -Discépolo contaba 75 años- fue realizado en 1962. Yo no había estrenado aun mi primera obra que, por ese tiempo, estaba terminada o a punto de terminar. El encuentro se realizó en su despacho de director del Teatro Nacional Cervantes. Recuerdo bien que sus primeras palabras fueron destinadas a quejarse por la rigidez de los sillones que ocupábamos, escritorio de por medio. “¿Y qué quiere? Son españoles”, me explicó.
El diálogo fue extenso y bastante cordial, según lo recuerdo y según surge de la propia nota que titulé, con escasa modestia: “Diálogo entre un viejo y un joven”, una expresión extraída de la definición que el propio Discépolo hizo de la entrevista.

de Armando Discépolo en el
teatro del Pueblo en 2002
Las opiniones de don Armando, en aquél 1962, dibujan a un hombre que está a la defensiva, seguramente dolorido por la displicencia de un medio que, salvo excepciones, lo consideraba un autor menor, un “sainetero”.
Sus obras ya eran clásicas, pero pocos lo admitían. “Los críticos están fastidiados conmigo porque vivo; debí haberme muerto hace unos años”, opinaba Discépolo aquella tarde de 1962. Y don Armando debió morirse para que sus contemporáneos volvieran la mirada sobre su obra y descubrieran a un autor formidable, quizás el más grande de la dramaturgia argentina. Discépolo estrenó su última obra, Relojero, en 1934. Todavía viviría muchos años más, hasta el ´71, dedicado exclusivamente a la dirección y a la enseñanza. Sin embargo, en aquellos años de dramaturgo jubilado tuvo algunas satisfacciones.
Pocos días después del reestreno de Babilonia, el decano de los críticos, el mítico Edmundo Guibourg, coincidió con Discépolo en un ascensor del Teatro Municipal General San Martín:
–Tengo que pedirte perdón, Armando. Cuando se estrenó Babilonia te hice una mala crítica. Aquella vez me equivoqué.
–¿Y ahora quién lo arregla?

de Babilonia
de Armando Discépolo
El viaje en el ascensor continuó en silencio.
En 1962 el teatro argentino conservaba una fuerte influencia de las metrópolis. La dramaturgia que desembarcaba en estas playas era muy fuerte y las traducciones utilizaban el culto “tu”, aun en los diálogos entre los brutales marineros y las prostitutas portuarias de O’Neill.
Discépolo fue una víctima de esa tilinguería extranjerizante y por eso su obsesión por lo auténtico aquella tarde de 1962. “El mal de nuestro teatro es la inautenticidad. Si tuviéramos fisonomía propia, definida, no tendríamos por qué temer la invasión del teatro extranjero. (…) Si logramos nuestro estilo, que vengan todas las corrientes de afuera; no nos moverán”. (…) Sin patria no se hace teatro; qué digo, sin provincia, ya que somos una provincia de la lengua española”. (…) Hay obras que se representan ahora y que tienen más de cuarenta años; que recién son ‘descubiertas’. ¿Culpables? Principalmente los críticos”.
Releer hoy aquella entrevista demuestra que las cosas no cambiaron demasiado en estas últimas tres décadas. Le pregunté su opinión acerca de la difundida creencia (así decía yo en 1962) de que el problema del teatro argentino era la falta de autores.
–Hay autores nacionales. Gorostiza es un valor para siempre, al igual que Omar del Carlo y Lizarraga y Tulio Carella y Dragún y Cuzzani y Aroldi.
Y luego lanzaría el lapidario: “Creen que es mejor Sartre que está pasando o Ionesco que pasará dentro de tres semanas.”
Quiénes frecuentaron a Discépolo por aquéllos años reconocen que vivía amargado, casi resentido contra el medio teatral. En la entrevista, sin embargo, su opinión es oscilante. Por un lado, se queja: “Los actores actuales no son auténticos. Son cultos, han leído mucho teatro teórico(…) hacen bien a Brecht, pero no saben componer a un tipo de nuestro medio”. Y a la vez admite: “Pero ellos no tienen la culpa. No pueden ser auténticos porque el teatro no fue auténtico”.
Por aquéllos años, el Teatro Popular de Buenos Aires, bajo la dirección de Oscar Ferrigno hizo una versión de El organito, adaptada por Andrés Lizarraga. En la mitología teatral quedó registrado que Discépolo asistió a un ensayo general y se retiró indignado por las transgresiones a su texto al que, incluso, se la habían agregado canciones. Sin embargo en la entrevista recuerda la versión y dice: “es la primera vez que veo en estos últimos tiempos una obra mía hecha con inteligencia”.

Tampoco se muestra resentido con el movimiento de los teatros independientes a los cuales los profesionales miraban, en el mejor de los casos, de reojo. “Será que no supimos hacer las cosas que entonces aparecieron los teatros independientes. El teatro independiente tuvo un motivo para surgir. Ahora sí que espero todo de ellos”.
Y terminaría la entrevista con una expresión de grandeza: “Pero debemos estar todos unidos, porque todos somos vocacionales.”
Roberto Cossa.
Enero 1994, en Página12
1 / Mar / 2023