Revista Florencio
LA DÉCADA DE LOS SETENTA
Introducción
La década se abre con la declinación hacia la derrota del gobierno militar intruso en 1966, adquiriendo el pomposo título de Revolución Argentina. El primer presidente de facto, el general Juan Carlos Onganía, apodado “El Caño” (duro por fuera y vacío por dentro), marcó en el momento de la asunción las diferencias con los golpes militares anteriores, éste pretendía establecerse como un sistema dictatorial de tipo permanente, con sucesiones rígidamente digitadas desde el poder castrense. Pero ese objetivo, tan pretencioso y tan antidemocrático, no pudo sostenerse luego de que, en el marco de la violencia imperante, Montoneros, grupo guerrillero de orientación peronista, secuestrara y asesinara al general retirado Eugenio Aramburu el 1 de junio de 1970. El grupo ejecutor de este asesinato, cuya edad promedio era de 23 años, justificó el hecho: fue la venganza por los fusilamientos de peronistas ordenados por Aramburu luego de la caída del peronismo en 1955. Aunque especulaciones, acaso más acertadas, señalan que la muerte del general fue decidida para cortarle a Aramburu la carrera de figura expectante de conciliación política, hecho que, de lograrse, excluiría definitivamente al peronismo. Roberto Marcelo Levingston, también un general que revistaba en el servicio exterior, sucedió a Onganía. A pesar de su empeño en imponer cambios en el programa de gobierno, que poco satisfacían a sus adláteres, tampoco pudo detener el derrumbe. La sociedad y los hasta entonces clausurados partidos políticos, que renacían, pujaban por el llamado a elecciones, y la Resistencia peronista pugnaba por el regreso del líder en el exilio. “Luche y vuelve” fue el lema que proclamaba a golpes de bombo.
El general Alejandro Agustín Lanusse, designado en reemplazo de Levingston, tuvo que recoger el guante y admitió, como argumento conciliatorio, el regreso de Juan Domingo Perón (17 de noviembre de 1972). Asimismo, en abierto desafío a ese liderazgo, creyendo que a Perón no le “iba a dar el cuero” para enfrentar un sufragio, llamó a elecciones que dieron resultados catastróficos para el proyecto castrense, prudentemente oculto tras la fachada política de una recién creada Alianza Popular Federalista. Había presentado su candidato, el capitán de fragata Francisco Manrique, que sufrió una derrota concluyente, el peronista Héctor Cámpora ganó la presidencia con el 49.5 por ciento de los votos. Asumió el 25 de mayo de 1973 y renunció a los 49 días para dar lugar a nuevas elecciones donde pudiera intervenir el líder del movimiento, ya definitivamente instalado en el país luego de 17 años de ostracismo y proscripción. De ese modo Perón, acompañado en la fórmula por María Estela Martínez, su esposa, obtuvo su tercera presidencia, nada menos que por el 62 por ciento de los votos.
La culminación de este corto proceso, con el ansiado anclaje de Perón en el poder, encendió esperanzas, para algunos por la posibilidad de construir un Socialismo Nacional, mientras otros sólo esperaban la reconstrucción del régimen democrático, desquiciado en todas sus formas por la anomalía de las proscripciones y la ineficacia de las gestiones militares involucradas en política. Pero un hombre del flamante gabinete, José López Rega, secretario de Perón en su exilio madrileño y designado ministro de Bienestar Social, se desencontró con estos proyectos, en especial contra el primero, y conformó una organización fascista y criminal, la Tripe A, destinada a exterminar toda la subversión de izquierda. Los Montoneros se habían aliado con el flamante gobierno peronista, pero igual sintieron la persecución de este organismo de López Rega, que alcanzó con el mismo rigor a toda persona vinculada con la militancia gremial, política o intelectual, que, aun actuando fuera de las organizaciones guerrilleras, mostraran o habían mostrado afinidad con esas ideas. La acción de la Triple A era temible, amenazaba y luego mataba, sin piedad; se calcula, pues no hay datos fehacientes, que ultimó a más de mil ciudadanos y ciudadanas.
Exilio e insilio
El terrible cedazo de la Triple A («el hecho maldito del país peronista», según Alejandro Grimson), se obstinó, tal vez con más énfasis, en cazar víctimas en el campo cultural. Ante los ultimátum, muchos y muchas de los amenazados optaron por la salida del país. Los primeros emigrados comenzaron a llegar a México, sitio preferido de destierro (también lo fueron Venezuela, Ecuador, España, Suecia, Italia, Canadá y Suiza), en octubre de 1974. Manuel Puig, un adelantado, partió hacia fines de 1973, días después de haber entregado el guion para la película Boquitas pintadas, adaptación de su segunda novela. Pronto lo siguieron otros, intelectuales, escritores, músicos, periodistas y teatristas, acusados de “actitudes disociadoras a favor del marxismo”: Luis Brandoni, Norman Briski, Héctor Alterio (quien se hallaba en España y no regresó), Nacha Guevara, Kado Kostzer, Pedro Orgambide, Hugo Álvarez, Ricardo Halac, Diana Raznovich, Pacho O’Donnell y Horacio Guarany (sin duda, una lista incompleta).

«Así fue que un poco a las apuradas –declaró Norman Brisky en su biografía- pusimos una fecha para irnos, corría septiembre de 1974, y el día anterior lo habían asesinado a Silvio Frondizi y el clima general era de terror». Ricardo Halac señaló, a su vez, que «a mí me sacaron del país. Dejé a mi segunda mujer, a mis hijos del primer matrimonio, mi casa, todo eso es muy doloroso. No son viajes preparados, no hay plan. Cuando te vas escapado, no preparás nada; cuando te vas escapado, te vas muy mal».
De estas declaraciones se desprende que, a diferencia de otros exilios, sistematizados como el español de fines de la Guerra Civil en 1939, el que afectó a estas figuras nacionales, y tal como lo manifiesta Andrés Gallina, «no tuvo un carácter organizado. Ni en grandes grupos ni en un orden temporal simultáneo, las salidas del país develan, por el contrario, un carácter profundamente desarticulado». Este signo de desquicio, se aplica con aún mayor claridad en el caso de los teatristas proscriptos, que fueron empujados a «un exilio sin referentes: sin organizaciones que articulen las llegadas a los países de adopción; sin responder a una línea política homogénea, desprovistos de referencias insoslayables, independientes, solitarios, los exilios políticos en el campo teatral son exilios huérfanos» (Andrés Gallina).
La necesidad de elegir el exilio –vieja práctica argentina, tómese nota de cuantos de los ahora próceres vivieron y murieron en tierra ajena, comenzando la lista con San Martín, el “padre de la patria”-, era una opción capaz de eludir una consecuencia quizás aún más terrible, el insilio, palabra que no existe en el idioma castellano, pero que debería estar, porque identifica a aquellos y aquellas que padecen el destierro aun cuando continúen viviendo en el país donde nacieron, una operación de inexistencia o, como anotó alguien con más acierto, una especie de desaparición diferente.
Hubo teatristas que, una vez instalados en el lugar de ostracismo, pudieron retomar su actividad profesional, volviendo a la actuación y, de modo particular, a la enseñanza, portadores que eran de la preciosa apropiación de los métodos de Stanislavski, aprendidos en los venturosos años 60, cuando el precioso legado del ruso fue investigado y desarrollado en Buenos Aires hasta crear, según el decir de un prestigioso autor español, Sanchís Sinisterra, una “escuela argentina” de actuación, que se difundió con éxito en la España posfranquista y enseñó a los españoles y españolas otra manera de practicar este oficio.
Pero, por infortunio, a diferencia de sus colegas actores y actrices, los autores y autoras declararon sus dificultades para escribir en sus nuevas residencias, carentes en esos lugares, aun los muy hospitalarios, del aire natal que nutriera su imaginación. Griselda Gambaro admitió que no pudo hacerlo, en su obligada estadía española sólo escribió narrativa, y Andrés Lizarraga murió dejando sin terminar la única obra que había podido escribir luego de su largo exilio en Venezuela.
La dictadura de 1976
El desorden posterior a la muerte de Perón (1 de julio de 1974), presidente en ejercicio, dejó en suspenso su proyecto de reconciliación nacional. Célebre fue el para nada improvisado abrazo de 1972 con Ricardo Balbín, jefe de la oposición, gesto que indicaba claramente que los dos dirigentes políticos más importantes del país habían decidido dejar de lado sus odios y diferencias para sostener un objetivo común. «Se dieron un abrazo para que ganaran todos los argentinos», tituló un diario. Pero tan precioso programa, truncado por la muerte de uno de los líderes, no pudo ser sostenido, debido a su insolvencia política e intelectual, por la sucesora del mandatario, la vicepresidenta María Estela Martínez. Es más, mostró una parálisis gubernativa que permitió que los militares, ensoberbecidos y creídos nuevamente de sus facultades mesiánicas, procedieron a su destitución y tomaron el poder el 24 de marzo de 1976.
Puesto en acción, el nuevo régimen castrense, que tomó el pomposo nombre de Proceso de Reorganización Nacional, comandado por los tres jefes de las fuerzas armadas, con el general Jorge Rafael Videla como figura relevante, copió, en realidad superó, la actividad represiva vigente, atacando la supuesta subversión incubada para estos militares en casi todos los ámbitos. Obtuvo para estos fines la ayuda profesional de la “mano de obra desocupada” de la Triple A, desmantelada en julio de 1975, cuando López Rega fue obligado a salir del país. Se sucedieron, entonces de manera más intensa, los secuestros y los asesinatos, ahora impulsados desde el mismo Estado, puesto en terrorista, que aportó a tanto horror una atrocidad que hoy resulta un rasgo de identidad argentino, la figura del “desaparecido”.
El teatro porteño de los 60
El mundo del espectáculo fue naturalmente afectado en todas sus disciplinas por este aciago clima, más cargado aún por un agregado fatal en 1976: la confección de las “listas negras”. Por supuesto, en estas cupieron una buena cantidad de teatristas que se vieron ante la imposibilidad de conseguir trabajo remunerado. Se les vedaba el ingreso a la televisión, los cuatro canales estaban bajo el control del Estado faccioso, que también manejaba todas las radios y la actividad cinematográfica.
En el específico campo teatral de los ’70 la situación admitía algunas salvedades. Se encontraba conformado por una triada: un área de teatro comercial, el “teatro de la calle Corrientes”, que alternaba propuestas de alta jerarquía con ofertas burdamente mercantilizadas; otra oficial, que incluía entonces al Teatro Municipal General San Martín y el Teatro Nacional Cervantes; y una tercera zona independiente, batalladora aun pese a sus bajos recursos (entonces) y de poder de convocatoria (entonces).

Debe sumarse a esta triada una cuarta pata conformada por los espacios dedicados al llamado café-concert –La gallina embarazada, El gallo cojo, La fusa, El ombligo-, pequeños cobijos de expresiones de difícil aceptación en otros ámbitos. En realidad, débiles válvulas de escape que posiblemente eran desconocidas o ignoradas por los represores castrenses. El desprejuicio imperaba suelto en estos sitios, se insiste que pequeños y marginales, lugar de cita de muy poca cantidad de espectadores y, por lo tanto, carente de peligrosidad en el ánimo popular, sino sitio de reunión de inoperantes conjurados.
Esta conformación en sectores era de imprecisos límites en el caso del teatro comercial y el oficial, que compartían actores, actrices, directores, y de demarcación muy sólida en el caso del teatro independiente que, hasta los ‘60, se mostraba irreconciliable en su repudio, por mercantilista, del resto de la actividad escénica porteña. Pero precisamente, durante esa década el movimiento comenzó la revisión de esas pautas originarias y entró en un proceso de mutación que permitió el acercamiento y la reconciliación con las otras zonas. Este cambio acaso tiene fecha exacta, ocurrió en 1962, cuando ante la inminencia de elecciones en la Asociación Argentina de Actores se conformó la Lista Blanca, donde militaban unidos intérpretes profesionales e independientes, acuerdo que según Juan Carlos Gené significó «la síntesis del teatro argentino, particularmente en Buenos Aires, en la que ya no importaba lo que era independiente o comercial. Se comienza a dejar de lado esa terminología que a lo único que llevaba era a debates estériles».
Por otra parte, los ‘60, período inabarcable, reacio a la síntesis debido a la totalidad de acontecimientos de transformación muy profunda en el mundo, imitados en la Argentina con fuerza al comienzo de la década, ciclo de gobiernos democráticos (el fin de la presidencia de Arturo Frondizi, corto gobierno de Arturo Illia), y con más esfuerzo cuando el ultramontano onganiato copó el poder en 1966.

y Leal Rey. Una puesta que marcó a toda una generación de actores.
Entre tanto viento nuevo llegaron paradigmas teatrales renovadores, que cada sector de la escena porteña absorbió de distintos modos. Ya la aparición de una producción sorprendente, la de Eugene Ionesco y de Samuel Beckett, habían alterado, en los ’50, la vigencia de las normas clásicas aplicadas a la dramaturgia. Francisco Javier, pionero en introducir el “teatro del absurdo” de Ionesco, comenzó a estrenar, desde 1955, obras de este autor que, en Francia, había ofrecido un texto pionero, La cantante calva, sin que apareciera ninguna cantante calva en el escenario. Jorge Petraglia, otro adelantado, asombró a Buenos Aires, en 1956, con Esperando a Godot, pieza de Beckett (un irlandés que escribía en francés) que suspende la dimensión espacio-temporal, indispensable y vital referencia humana, para relatar el encuentro de dos marginales con aspecto de clowns de music-hall, Vladimir y Estragón, dispuestos a cumplir con lo que parece ser el único motivo de su vida, la ¿obligación? de esperar la llegada de Godot (¿Dios?, Beckett siempre reacio a explicar sus obras, lo negó; ¿acaso la Muerte?; ¿para nosotros era Perón, y su vuelta del exilio?).
A esta oferta, se sumó pronto, un fenómeno de clara identidad local, la generación de autores realistas del 60, que inició su recorrido, en 1961, con el estreno de Soledad para cuatro, de Ricardo Halac. El grupo se fue conformando con el añadido de otros autores: Roberto Cossa, Carlos Somigliana, Germán Rozenmacher, Ricardo Talesnik, entre otros. El grupo, de sólida cohesión, se declaró de modo explícito heredero del teatro independiente, aunque los estrenos de sus piezas no se produjeron en el seno de algunas de las grandes entidades autogestionadas (cierto que todas en disolución, la última, Nuevo Teatro, en 1969), sino en el marco de elencos conformados en cooperativas de trabajo, feliz sucedáneo que había encontrado la tendencia, aceptadas en sus formas no obstante su proximidad con las normas del teatro profesional y comercial.

Añadimos a este panorama de los ’60 la creación del Instituto Di Tella, fundado en 1958 por la familia de ese nombre para apropiarse de los aires de vanguardia artística que llegaban del mundo europeo. La importancia de la acción de esta entidad en ese campo, abarcando la música, el teatro y, sobre todo, las artes plásticas, requiere de un desarrollo ajeno a este trabajo. Nos cabe tomar nota, siquiera de modo sumario, de su participación en el movimiento escénico porteño, que inició en 1965 con el estreno de Lutero de John Osborne, uno de los angry young men (jóvenes iracundos) que revolucionaron el teatro inglés del momento. Para dar cuenta de que estas y otras influencias foráneas operaban en todos los campos de la escena porteña, se señala que la pieza icónica de la tendencia angry, Recordando con ira, también de Osborne, fue estrenada por el teatro comercial en el teatro Alvear, con montaje de Osvaldo Bonet y con Alfredo Alcón, María Rosa Gallo y Jorge Rivera López a cargo del protagónico triángulo central.

en Recordando con ira, de Joe Osborne en 1958
Al Di Tella se le debe el mérito de su segunda y última producción propia (luego programó espectáculos de producción externa); en 1965 ofreció El desatino, de Griselda Gambaro, estreno que produjo dos efectos: dio a conocer a una autora, entonces casi una rareza en una dramaturgia dominada por la masculinidad, y también a una variante poética local muy vinculada con el citado teatro del absurdo (hay quien la llamó neoabsurdismo), diferente a la corriente realista ya mencionada y que con tanto éxito había dado presencia cuatro años antes. Hubo una crítica periodística que desdeñó a la pieza y a la autora debutante, entendiendo que El desatino era una obra demasiado tributaria de una poética importada. Gambaro, luego de muchos años de actividad, dio por tierra con ese intento de cancelación, revalidó títulos y hoy, al final de su extraordinaria y prolífica carrera, goza de gran prestigio autoral. Pero otra parte de la crítica se sintió obligada a tomar partido por el neoabsurdismo, generando una puja en el seno de la prensa especializada que hoy suena insensata, mientras que los autores, más allá de alguna declaración desafortunada y pasajera, prescindieron del enfrentamiento. «Con el tiempo –anotó Sánchez Acevedo- quedó cada vez más claro, tanto para la crítica como para los propios protagonistas de la polémica, que lo que verdaderamente enfrentaba a Gambaro con autores como Roberto Cossa o Ricardo Halac no era una oposición entre dramaturgos comprometidos y no comprometidos con la Argentina, sino entre dos modos distintos de entender y de afrontar ese compromiso con la realidad y con el teatro».
Cabe, para hacer justicia, que Gambaro no fue una solitaria en incursionar en ese terreno nuevo de la dramaturgia, la acompañó, en realidad, la anticipó Eduardo Pavlovsky, que había estrenado Somos y La espera trágica, ambas en 1962. La poca repercusión que tuvieron estos espectáculos de Pavlovsky, se explica porque la zona crítica de legitimización de la tendencia neoabsurdista aún no estaba en servicio. La opinión de aquellos que entendieron que ese era el camino para contar con un teatro nacional aggiornado, moderno y superador de un realismo que creían atrasado, comenzó a operar poco después, cuando el Di Tella estrenó El desatino.

Pese a las diferencias de poéticas escriturales, ambas corrientes, la realista y la neoabsurdista, se amoldaban a la tradición de un teatro texto-dependiente, obediencia que flaqueó cuando llegaron noticias desde Nueva York, ciudad de inusual energía artística, agitada por la actuación performática del The Living Theatre, un conjunto de conformación colectiva dirigido por Julian Beck y Judith Malina, que, si bien contaba con apoyo textual, experimentaba en la puesta en escena, usando para las representaciones un espacio no convencional -un sótano con escenario pelado-, y cuestionando, con irreverente contenido político, el modo de vivir y de hacer de los norteamericanos. El Living impactó al espectador de posguerra con el frecuente desnudo total de actores y actrices, valorizados los cuerpos como un factor de signo dramático y no de contemplación malsana. Esa orientación política de Beck y Malina, tan decidida y tan punzante, fue replicada por uno de sus integrantes, Joseph Chaikin, quien se separó del grupo en 1963 para fundar Open Theatre, de parecidos objetivos a los de su núcleo de origen: fuerte cohesión colectiva, actuación en ámbitos no convencionales, entre ellos el amplio espacio de un local donde había funcionado un almacén, rompimiento de la cuarta pared y mismo criterio crítico para analizar la sociedad norteamericana. De su producción se destacan dos obras estrenadas en 1966, ambas de valor paradigmático, Viet-Rock y ¡América Hurrah! En 1968 las dos propuestas yanquis tuvieron su correlato porteño, llevadas adelante por dos directores oriundos del teatro independiente: Jaime Kogan, formado en el IFT, estrenó Viet-Rock, y Carlos Gandolfo, ex miembro de La Máscara. estrenó ¡América Hurra!

El desnudo actoral como factor de expresión artística, un recurso habitual del Living y del Open, fue asumido en Buenos Aires en 1972. Carlos Mathus diseñó La lección de anatomía (inspirada en La lección de anatomía del doctor Nicolas Tulp, célebre cuadro que en 1632 pintó Rembrandt), espectáculo ofrecido en una sola función a los asistentes al Congreso Mundial de Medicina Psicosomática, que se desarrollaba en el Hotel Sheraton. El ámbito de representación, tan exclusivo y excepcional, protegió a la representación de las represalias de la censura, que seguramente hubiera acudido presurosa para sancionar una obra con siete actores y actrices desnudos. La concurrencia selecta, que al final recibió un abrazo de los transpirados intérpretes, aplaudió el significado artístico del recurso, liberando al acto teatral de connotaciones obscenas o pornográficas. Animado por la buena respuesta, y acorde con esos tiempos algo más clementes, Mathus se atrevió a ir más allá el 23 de marzo de 1973, presentando La lección de anatomía en el Theatron de la avenida Santa Fe 2450. No tenemos datos de la ventura de La lección… durante el Proceso videlista, pero sí tenemos noticias de que con intermitencias el espectáculo superó marcas y se mantuvo en cartel durante 36 años, en distintos espacios y con continuos e inevitables renovaciones de elenco.
Los 70’, Triple A, listas negras y censura
Este paisaje teatral, tan rico, excitante y confundido durante los ‘60, recibió a una década siguiente llena de atroces dificultades. A las ya señaladas amenazas de la Triple A del principio, se sumaron las ya citadas listas negras confeccionadas por las autoridades del Proceso. Actores, actrices, directores, autores, encontraron vedado el acceso a los espacios donde desarrollar sus oficios. Sin embargo, y no obstante el alto clima represivo todavía mayor desde 1976, algunos teatristas que se negaron al exilio y se expusieron al insilio, encontraron algunos artificios para burlar la inhabilitación. Sobresale en este sentido el artilugio de los autores que contaron con la posibilidad de esconderse tras el seudónimo encubridor, refugio que claro benefició a pocos: Osvaldo Dragún pudo escribir para la televisión escondiéndose tras un mote y Roberto Cossa lo consiguió resignando su aparición en los créditos. Una fuente de aceptación se encontró en el teatro comercial, siempre que los empresarios corrieran el riesgo de incluirlos en sus elencos. Allí encontraron trabajo Oscar Viale, Roberto Durán, Luis Brandoni, Federico Luppi y Víctor Laplace, entre otros.
Cabe señalar que la censura, la anterior del Proceso y la procesista, puesta en la vigilancia del medio artístico, distaba de la perfección burocrática que, por ejemplo, mostraba la censura franquista española, contemporánea a estos hechos. Y el teatro porteño sufrió por parte de este organismo un acecho desconcertante, tal como la no aplicación de la censura previa, actuaba con distintos grados de rigor cuando las “infracciones” ya se habían cometido. Esta situación es confirmada por Roberto Cossa.
«En la Argentina no se aplicó nunca la censura previa. Aún en los momentos más duros los espectáculos se estrenaban sin ninguna inspección; las obras no estaban obligadas a ser indagadas antes de subir al escenario. Claro que quien se animaba a sacar la cabeza corría el peligro de perderla. Entonces empezaba a funcionar la autocensura […] El hombre precavido –suele suceder– es más papista que el papa» (Tiempos de silencio. Teatro del Pueblo/SOMI).
Cierto el exceso de precaución nombrado por el autor, los dramaturgos y dramaturgas se protegían con los recursos literarios tan bien clarificados en la siguiente cita de Jean Graham-Jones, autora de uno de los primeros libros que se propuso el abordaje de este infausto período del teatro argentino. «Los textos teatrales argentinos, en particular durante los primeros años de la dictadura, los más represivos, eran textos fuertemente codificados con el fin de escapar a la mirada del censor, en primera instancia por medio del uso contrasensorial de figuras retóricas como la metáfora, la alegoría y la analogía, como así también por medio de la reapropiación de códigos culturales preexistentes en el teatro argentino». Esta rutina literaria elusiva, fue de aplicación tan recurrente que se creyó, por años, que era el procedimiento mismo del teatro, decir una cosa mientras se pretendía sugerir otra.
El organismo represivo mostraba entonces, además de la incapacidad de encontrar delitos detrás de las metáforas, otras deficiencias que permitieron otras fugas al castigo, curiosamente producidas en el ámbito del teatro oficial, el Teatro Nacional Cervantes, dirigido por Rodolfo Graziano, y el Teatro Municipal San Martín, dirigido por Kive Staiff desde 1971. Ambos directores se animaron a incluir en sus elencos actores y actrices cancelados, pero ninguno de los dos se atrevió a programar autores bajo sospecha (Gambaro y Griffero, las excepciones, estrenaron en el San Martín porque, con seguridad, no figuraban en ninguna lista negra). Acerca de esta cuestión, algunos señalan hoy que Staiff utilizó esta libertad de contratación para crear una “isla democrática” dentro del rígido régimen dictatorial. Opinión que no acordamos del todo, aunque la ponemos en debate, y que es generalmente adversa, quizás con injusticia, a la que se le atribuye a la gestión de Rodolfo Graziano, quien, haciéndose cargo de la dirección de todos los espectáculos de esa cartelera estatal, corrió pocos riesgos de desobediencia. Es posible rever esta evaluación desfavorable si se tiene en cuenta que, según propia declaración de Graziano, incluida en una biografía de reciente publicación por el Instituto Nacional de Teatro, donó sus honorarios como director para robustecer los magros fondos de producción de los espectáculos del Cervantes. Asimismo, le cabe a Staiff la citada poca disposición de sumar a la cartelera títulos de la dramaturgia local. A la pregunta de un periodista de por qué no programaba autores nacionales, el funcionario ofreció una respuesta desdichada, «porque no los hay» se dice que contestó. Y ese fue uno de los detonantes que generó Teatro Abierto. Los autores que fundaron el movimiento reaccionaron indignados ante esta afirmación, notoriamente injusta y que, vale anotar, fue dicha por Staiff en una fuente que hasta donde sabemos nadie ha podido identificar; para algunos publicada en un diario (¿cuál?), para otros emitida por una radio (¿cuál?).
El teatro independiente
El movimiento atravesó toda la década con dos frentes de preocupación, por supuesto más problematizados a partir de 1976. Uno, y obvio, la complejidad de la situación política, las amenazas y asesinatos de López Rega y los terribles efectos de la solución militar del Proceso. Otro, su propia crisis, de cambio y transformación que le permitieron sobrevivir y prosperar hasta posicionarse muy fuerte en el ámbito teatral porteño. La gran presencia, hoy, del teatro independiente en Buenos Aires, es indiscutible, posición privilegiada que remite a esos momentos complicados en que se atrevió a cambiar, apartándose de algunos de los objetivos fundacionales, aquellos que el pionero Leónidas Barletta había establecido en un lejano 1930, y que por lógicas razones evolutivas habían perdido vigencia. Es menester anotar, para mayor justicia, que el movimiento había comenzado a implementar modificaciones desde la década anterior, la de los 60. Examinó con criterio crítico muchas situaciones que sonaban paralizantes, entre ellas, la necesaria profesionalización. Actores y actrices habían acumulado por años de militancia, y talento mediante, un oficio actoral apreciable, que podían aplicar a los fines loables de origen, ofrecer buen teatro, sin por eso renunciar a los beneficios de una boletería que los ayudaría a ganarse la vida. Luis Ordaz lo sintetizó con cruda sensatez: «la muchachada se hace grande, se casa, tiene hijos». Cernían sobre estos teatristas independientes, ahora maduros, padres y madres de familia, antiguas y nuevas tentaciones. De las viejas regía, sin duda, dar el salto al teatro comercial, que a partir de los acuerdos que hemos marcado ya no aparecía como objeto de repudio. Oscar Ferrigno, líder de Fray Mocho, entidad de relieve del movimiento, desaparecida a comienzos de los 60, abandonó la tendencia para trabajar en esa zona como actor y director. La flamante televisión se sumó como elemento de atracción; tómese nota que a principios de los 60 se agregaron al Canal 7 oficial tres canales de administración privada, que convocaban y pagaban bien. Algunos acudieron al llamado, Héctor Alterio entre ellos. Actor icónico de Nuevo Teatro, entidad también desaparecida en 1969, se inició en esa plataforma en un ciclo de grandes novelas, dirigido por Sergio Renán y producido por el canal oficial cuando funcionaba en la calle Viamonte. Resta citar la atrayente propuesta del teatro oficial, tomada acaso como la más “decorosa”, más intensa y más aceptada a partir de que Kive Staiif fuera designado director del Teatro Municipal San Martín. En 1972, Staiff presentó su primera propuesta escénica, el estreno para Buenos Aires de El círculo de tiza caucasiano, pieza de Bertolt Brecht programada con cierto riesgo, pues el autor cargaba con la condición de “dramaturgo y orador comunista” que le habían asignado los nazis. La obra ocupó el espacio mayor del edificio, la sala Martín Coronado, fue dirigida por Oscar Fessler y el elenco estuvo conformado, casi en su totalidad, por actores y actrices de largo desempeño en el terreno independiente: Norma Aleandro, Alejandra Boero, Hugo Caprera, Nora Cullen, Marta Gam, Zelmar Gueñol, Miguel Ligero, Onofre Lovero, Tino Pascali, Luis Politti, Nelly Prono y Walter Soubrié.

Años antes de estas cuestiones, La Máscara, otro de los grupos centrales del teatro independiente, había encarado su transformación desde un punto diferente sin proceder, como las instituciones antes mencionadas, a la disolución. Agustín Alezzo, uno de sus líderes, señaló, en una entrevista a Ricardo Rissetti, una las características del proyecto de cambio, que «fue la de liberarnos de todo trabajo práctico de la sala, para prepararnos bien. Entonces pagamos a maquinistas, electricistas, boleteros, etc. El teatro estaba rentado, tenía sus empleados. Nosotros no cobrábamos un peso, pero tampoco hacíamos nada. Íbamos al teatro a estudiar o a ensayar». De este modo el cuerpo artístico de La Máscara se liberó de las tareas de intendencia, un compromiso complementario y obligatorio para cualquier integrante de un núcleo independiente, y ocuparon el teatro, como señaló Alezzo, sólo para trabajar como actores o para dedicarse a reforzar la formación técnica, que presentían de base muy precaria. El auxilio que en este asunto encontraron en Hedy Crilla, actriz alemana arribaba al país en 1939, escapando de los nazis, explorando, decodificando e incorporando las enseñanzas del ruso Konstantin Stanislavski escapa al encuadre de esta nota, sólo marcamos su alta importancia para nutrir a los primeros beneficiarios que, luego, convertidos en diestros maestros, formaron sucesivas generaciones de intérpretes de sólido perfil actoral.

Si bien, pese a los esfuerzos, La Máscara no pudo continuar (su cese en 1962 se debió a una voluntad ajena, la medida oficial propiciada por el presidente José María Guido, que reemplazó a Arturo Frondizi, derrocado ese año, que le quitó a la agrupación el uso del Teatro Colonial, ubicado en la esquina de las avenidas Paseo Colón y Belgrano), sus miembros tomaron caminos propios. Como anotamos, Carlos Gandolfo, al frente del Grupo Nuevo Drama, estrenó ¡América Hurra!, mientras que el tan citado Alezzo, fundador del Grupo de Repertorio en 1973, afrontó un plan de amplia exigencia, representando Cándida, Una ardiente noche de verano, Espectros, contando para esta empresa con la apreciable participación de Hedy Crilla, su maestra y ahora su colega.
Podemos repetir, sin riesgos, que el movimiento independiente asentado en estos nuevos rumbos, mantenía el respeto por la actividad y se empeñaba en producir muy buen teatro. No estamos seguros si, al mismo tiempo, resignaba uno de los principios originales, aquel que se proponía llegar con el teatro a los sectores postergados, en lo que entonces se llamaba pueblo. Acaso habían tomado nota del resignado examen de Ordaz -«nunca integramos a los sindicatos obreros, siempre tuvimos a la clase media: profesores, alumnos»-, y aceptado el axioma que Juan Carlos Gené sintetizó de modo impecable: «en los países capitalistas […] el teatro prospera y puede vivir por sí mismo donde existe una clase media desarrollada y de gustos sofisticados capaz de sostenerlo. Desatender a ese público por supuestas causas populares, es un suicidio y una aberración»
La autoría nacional
Luis Ordaz es quien anota que a comienzos de la década del 70, y ante el derrumbe de la ominosa Revolución Argentina, «empezaron a subir a escena, cada vez con mayor frecuencia, textos que se referían, de manera directa o indirecta, -pero siempre con un fuerte contenido de crítica político-social– a la realidad tan convulsionada que se estaba viviendo». Sin duda estos proyectos fueron posibles, se insiste, en ese corto lapso democrático de los comienzos, donde el estreno de obras de directa implicancia política no provocaba represalias. El ejemplo de esta especie, acaso el más notorio, fue El avión negro, pieza de creación colectiva, Cossa, Rozenmacher, Somigliana y Talesnik, que estrenada en 1970 especuló con el regreso de Perón del exilio madrileño. El “hombre del bombo”, figura símbolo del peronismo, actúa de enlace entre los doce sketches asainetados, cargados de absurdo y humor negro, que componen la obra. Los autores no ahorraron mención a la violencia, con un canto que invitaba a que «preparen las maderas/ la nafta, el alquitrán/ que a todo el Barrio Norte/ lo vamos a incendiar». Atrevida propuesta incluida en una obra que se representó en el Teatro Regina, a escasas cuadras de ese barrio antiperonista que se pretendía destruir.
Cabe incluir en este año, pero en una categoría diferente, dos piezas que dieron relieve a dos autores jóvenes, Ricardo Monti y Guillermo Gentile, que parecían deshacerse de los antecedentes para mirar la realidad desde una poética distinta. Una noche con el señor Magnus, de Monti, y Hablemos a calzón quitado, de Gentile, rompieron con la herencia inmediata y abrieron un nuevo tema: la familia como íncubo de todos los males. Gentile pone en tela de juicio el concepto de normalidad familiar, con un padre que se disfraza de mujer para cometer delitos durante la noche, mientras que Monti usa, como pocas veces en el teatro local, la fórmula del parricidio como factor liberador.
Un año después, en 1971, se estrenaron otras dos piezas, con riesgo comparado al de El avión negro, de manifiesto contenido político: Ceremonia al pie del obelisco, de Walter Operto, autor en actividad y actualmente radicado en Rosario; y ¡Chau, papá!, de Alberto Adellach, «el cartógrafo por excelencia del último exilio teatral», según Andrés Gallina, autor exiliado que nunca quiso o nunca pudo regresar y murió descorazonado en los Estados Unidos. En 1972, la tendencia continuó con tres obras: Archivo general de indias, de Francisco Urondo, asesinado cuatro años después por el terrorismo de Estado; La gran histeria nacional, sátira histórica de Patricio Esteve; y «Qué clase de lucha es la lucha de clases», de Beatriz Morquera, que tomaba como base de referencia El gigante Amapolas, burlería que Juan Bautista Alberdi escribió en 1842.

con dirección de Jaime Kogan
También con menos reparos y menos cuidados por la censura, silenciada por la efímera isla democrática de los comienzos de la década, Eduardo Pavlovsky, ya bastante alejado de sus inicios neoabsurdistas, estrenó en 1973 El señor Galindez, explícita denuncia de la tortura institucionalizada. Se mantuvo dos temporadas en cartel en el Teatro Payró, con gran éxito de público. Con involuntario olvido de algunos autores y algunas piezas, y con la decidida poca mención de una obra de autoría propia, Los pies en remojo, de 1971, llegamos al aciago 1976, cuando los militares volvieron a hacerse del poder. En un más tranquilo 1982, Pavlovsky declaró en una entrevista el modo en que las cosas habían cambiado con la llegada del Proceso: la recomendación de sus amigos, «no escribas eso que te van a llevar preso», se había convertido en «mirá que te van a matar».
A partir de 1976, copiando el decir de Ordaz, «se notó, de manera particular, la realización de dramatizaciones en base a buceos psicológicos, hasta bordear o penetrar en lo manifiestamente psicoanalítico». En este marco se encuadran los trabajos de Eugenio Griffero (Familia se vende, 1977), Pacho O’Donnell (Lo frío y lo caliente, 1977), y Eduardo Rovner (Una pareja, 1976; Una foto, 1977; La máscara, 1978). No nos resulta legítimo juzgar que el alejamiento de estos autores del retrato de la realidad inmediata, con sus implicancias políticas, para sumergirse en cuestiones del inconsciente, se haya producido por cautela y atención a la censura. Optamos por suponer que semejantes inquietudes respondieron a necesarias decisiones expresivas.
Es menester el agregado a este cuadro auspicioso ingreso de Susana Torres Molina, que estrenando en 1977 Extraño juguete, se sumaba al todavía escaso plantel de autoras que, como Griselda Gambaro en 1965, rompía con la potestad masculina en la materia. Esta primera pieza de Torres Molina fue calificada curiosamente por Jaime Potenze, un reaccionario crítico del diario La Prensa, como un paso positivo hacia la superación de la «depresión de la dramaturgia nacional».
Del mismo modo que los neoabsurdistas del 60, Gambaro y Pavlovsky, los realistas se hicieron presentes en esta década. Además de su colectiva participación en El avión negro, Carlos Somigliana estrenó en 1978 El exalumno, donde retrata una puja entre profesor y alumno de colegio nacional que, por supuesto, remite a un enfrentamiento no tan particular, sino a la controversia mantenida por la sociedad y la casta militar, erigida en “padre” de la ciudadanía. Ricardo Halac, uno de los autores más representativos de la corriente, ofreció en 1976, casi en simultáneo con el golpe militar (el estreno se produjo el 25 de junio), Segundo tiempo, para algunos un grand guignol acorde con esta segunda etapa del autor, consagrado en 1961 por su ópera prima, Soledad para cuatro. Halac reincidió en 1978 con El destete, obra elogiada en una radio oficial sin mencionar el título, censurado por la emisora. El autor denunciaba, esta vez bajo la forma de vodevil, «la situación de una sociedad egocéntrica que no permite que sus hijos crezcan y se separen de los padres» (Jean Graham-Jones). También de 1978 es Encantada de conocerlo, de Oscar Viale, que sumaba dos títulos anteriores a este estreno y que habían sido consagratorios: El grito pelado (1967) y Chúmbale (1971). Carlos Gorostiza, de frenética actividad desde 1949, cuando estrenó El puente, presentó en 1978 Los hermanos queridos. Los críticos le dieron a esta pieza la condición de retrato de una Argentina infantilizada.
Griselda Gambaro, despegada del desdén de cierta crítica, y ya dueña de una dramaturgia sólida y eficaz, estrenó Sucede lo que pasa, escrita en 1975 pero representada, bajo la dirección de Alberto Ure, al año siguiente. En 1977 la autora formó parte de la triste caravana que tuvo que marchar al exilio, pero no cancelada por su actividad dramática sino por la publicación de una novela, Ganarse la muerte, “obra altamente destructiva de los valores”, opinó el gobierno. A un año del regresó al país –Gambaro vivió en Barcelona hasta 1980-, confesó, como se anotó, que sufrió un ostracismo que le hizo perder la voluntad de escribir teatro, estrenó La malasangre, que Laura Yusem llevó a escena en el Teatro Lorange.

Ya en un escalón donde sí la censura oficial prestó atención, debe mencionarse a Juegos a la hora de la siesta, de Roma Mahieu, prohibida a un año de su estreno, en 1977, por “mostrar técnicas propias de la subversión”. Ante el contratiempo, la editorial Talía, que en ese entonces dirigía el crítico Emilio Stevanovich, desistió de una planificada publicación de la pieza. El carácter subversivo que la censura le dio a Juegos a la hora de la siesta, la cuarta obra firmada por la autora, se le asignó a la siguiente pieza de Mahieu, María Lamuerte. Para algunos historiadores el hecho ocurrió en 1977, en ocasión de su estreno en el teatro Payró, mientras otros argumentan que el texto nunca llegó a escena (en la Payroteca, archivo digital del Teatro Payró, no figura este estreno).
Eduardo Pavlovsky, antiguo compañero de ruta de Gambaro en la tarea de imponer, en los 60, una textualidad diferente a la del consagrado realismo, estrenó Telarañas en 1977, una obra donde la poética del autor, definitivamente apartada del neoabsurdismo, deslumbraba por los nuevos recursos dramáticos. Con dirección de Alberto Ure, Telarañas formó parte de un original ciclo de “teatro al mediodía” organizado por el Teatro Payró. Una crítica del diario La Prensa, vocero oficioso de la dictadura, actuó como toque de atención; condenaba al espectáculo por plantear «una línea de pensamiento directamente encaminada a conmover los fundamentos de la institución familiar». Tres días después la municipalidad de entonces prohibió la obra, noticia publicada con alborozo por el diario denunciador. La represalia tuvo otra extensión, más peligrosa: en marzo de 1978 un grupo de tareas (siniestra denominación, identificadora de la tropa policial-militar al servicio del terrorismo de Estado) invadió su domicilio. Pavlovsky se libró de la intención de secuestro escapando por una ventana y caminando por los techos. Partió inmediatamente al exilio en Madrid.
En una entrevista concedida al historiador Jorge Dubatti, Pavlovsky relató detalles de este suceso. «En 1977, cuando hicimos Telarañas con Alberto Ure, el comisionado de la Municipalidad nos llamó a Ure y a mí, y nos dijo que nos felicitaba porque la obra era extraordinaria. Primero nos aclaró: “Entre nosotros, muchachos, vos Pavlovsky, vos Ure y yo Freixá (secretario de Cultura de la comuna dictatorial), somos gente bien. De CUBA, del Club Universitario”. Para comenzar a conversar… “Pero creo que acá Telarañas no va, hay que sacarla ya. Si yo la viera en Roma, diría: qué buena obra que vi en Italia, qué puesta valiente, pero ¡acá sacála mañana!”».

Pacho O’Donnell, que a la fecha todavía produce y estrena, se hizo presente en la cartelera antes de su obligado exilio también en Madrid, en 1977 estrenó Lo frío y lo caliente, que puso de relieve un tema que hoy es de abierta discusión: la interrupción voluntaria del embarazo. La lista, que reiteramos es involuntariamente incompleta, concluye con tres obras de altísima calidad, estrenadas en plena dictadura: La nona (1977), de un poder metafórico atroz y persistente al paso del tiempo, No hay que llorar (1979), ambas de Roberto Tito Cossa, y Visita (1977) de Ricardo Monti. En 1980, año en que la dictadura comenzaba a mostrar fisuras y flaquezas, el prolífico Ricardo Halac estrenó Un trabajo fabuloso,y Ricardo Monti afirmó su fructuoso maridaje con el director Jaime Kogan con el estreno de Marathon, el espectáculo de mayor repercusión de la temporada. Marathon apelaba a la crisis argentina de la década del 30 (la década infame), para retratar sabiamente la actual, la que sufría la ciudadanía bajo el gobierno de generales y coroneles.

Al final de los ‘80, en 1979, Roberto Perinelli estrenó Miembro del jurado, y al año siguiente Mauricio Kartun su primera obra de trascendencia, Chau Misterix. Poco después, en 1981, casi todos estos autores y autoras produjeron Teatro Abierto, acontecimiento que muchos aceptan como tributario del mejor teatro independiente, el combativo y contestatario. No cabe, por razones de tema, ocuparnos de este suceso, nos damos el permiso de resaltarlo como un acontecimiento ubicado en el umbral de una nueva etapa, democrática, interesante y fértil, enriquecedora del siempre rico teatro porteño. Es sabido que la caída del régimen castrense se produjo, por fin, en 1983. Luego de elecciones impecables, sin proscripciones ni listas negras, el doctor Ricardo Alfonsín alcanzó la presidencia. Una de sus primeras medidas, que suele anotarse poco en los registros históricos, fue abolir todo tipo de censura, beneficio que la comunidad artística debería festejar con mayor frecuencia y alborozo. De este modo, y en el caso particular del teatro, nuestro asunto, el camino quedó abierto para la creación sin represalias, sólo a expensas del talento.
Roberto Perinelli
5 / May / 2023