Revista Florencio
TEATRO
La posguerra produce en Inglaterra una rica variedad de dramaturgos. Vienen de la clase media baja, se los llama al principio “los jóvenes iracundos” porque son grandes cuestionadores de la realidad, y lentamente se van perfilando solos en la medida en que desarrollan su individualidad. Ellos son, entre muchos otros, John Osborne, Arnold Wesker y el dramaturgo que hoy no ocupa, Harold Pinter. Antes de morir en el 2008, Pinter escribe 29 obras; y entre la variedad de temas que se desarrollan en sus argumentos, encontramos una línea que nos parece su mayor aporte. Trataremos de seguirla.
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En 1961 Pinter escribe La colección, donde empieza esta rica temática.
Al comenzar la obra, enseguida nos damos cuenta de que estamos en presencia de dos uniones, representadas en el escenario por un ámbito de cada hogar. En una vive el matrimonio compuesto por James y Stella, ella una importante diseñadora de ropa, y en la otra Harry con Bill, un hombre grande que vive con un lindo muchacho, al que protege y algo más. Harry sacó a Bill de la pobreza y de la vida sin sentido y lo ha metido en el mundo de la moda donde poco a poco Bill encuentra su lugar. La calma de las dos uniones se rompe una noche cuando James, el marido de Stella, repentinamente toca el timbre de la otra casa para increpar duramente al muchacho.

Según parece, en Leeds, en una muestra de ropa a la que Bill había llevado sus modelos, este compartió hotel con Stella. Tenían habitaciones enfrentadas en el mismo piso.
“¡Ahí fue donde vos dormiste con mi esposa!” le dice James directamente. “Sabías que era casada… ¿Qué necesidad tenías de hacer eso?”
La respuesta de Bill es curiosa. “Ella también sabía que era casada… ¿qué necesidad tenía entonces de hacer lo que hizo?” Y para nuestra creciente sorpresa, muestra su cuerpo sin arañazos, ni nada, dando a entender que aparentemente Stella no se habría resistido a sus demandas. Al terminar la discusión, James queda muy confundido y toma una copa con Bill como si nada hubiera pasado.
Pero cuando llega a su casa, acusa a Stella de adulterio. ¡Le cuenta que Bill confirmó sus sospechas! Ella, llorando afirma que no pasó nada, que no lo engañó.
La obra prosigue. Más adelante, Stella va a visitar a Harry, que sigue preocupado por su muchacho, y le abre su corazón. ”¡De repente, mi marido soñó una historia fantasiosa, sin pie ni cabeza!”, le dice con lágrimas en los ojos. “Nunca me encontré ni hablé con Bill… Mi marido me acusa de… ¡y le juro, es muy desagradable!”
El juego del presunto engaño crece hasta volverse vidrioso. Cuando Harry le cuenta a su muchacho lo que le dijo Stella, este responde: “¡Ni siquiera conozco a esa mujer! No la reconocería si la viera. ¡Todo fue pura fantasía!”
El fantasma del adulterio flota por arriba de la pieza sin que nadie lo quiera agarrar. El final es sorprendente. James acepta la inocencia de su mujer, y va a la casa de Harry y Bill a tomar otra copa con este. Además, le pide perdón por haber pensado mal de él. “Últimamente mi esposa no ha estado bien”, le cuenta. “Tiene demasiado trabajo”.
Le ofrece la mano para amigarse, pero inesperadamente Bill la rechaza y le dice que en Leeds, en esa feria de ropa, conversó dos hora con Stella. Pero en un salón del hotel. Sin moverse de ahí.
Cuando James va a su casa, confundido, y se lo cuenta a Stella, se encuentra con su mirada inescrutable en medio de un silencio pavoroso.
2
Richard: ¿Viene tu amante hoy?
Sarah: Sí…
Richard: ¿A qué hora?
Sarah: A las 3.
Richard: ¿Salen o se quedan?
Sarah: Creo que hoy nos vamos a quedar.
Así empieza El Amante, que es de 1962, y es uno de los primeros éxitos de este gran autor inglés de la segunda mitad del siglo XX.
Como muchas veces en sus obras, la acción sucede en un chalet apartado de una gran ciudad, en un suburbio tranquilo. Aparentemente. Richard, el marido, se está preparando para ir a trabajar y ella organiza las tareas de la casa.
Richard: Vas a estar con otro en nuestra casa.
Sarah: Pero sabés que te quiero a vos.
El diálogo se vuelve más picante. Cuando el delicado paquete de los celos se abre, aparecen resentimientos, competencias, frustraciones. “¿Qué piensa tu amante de tu marido?”, pregunta él de pronto. De a poco nos enteramos que Richard también tiene una amante. “Es una puta… de la variedad más despreciable. ¡Tengo que seguir tu ejemplo!”
Ella queda sola y a las tres de la tarde, como estaba previsto, llega el amante. Pero, oh sorpresa, es el mismo Richard, con otro vestuario y otras actitudes. ¡El engaño se consuma, y el “amante” se va!
Cae la noche y Richard, el marido, vuelve al hogar. Sus preguntas suben de tono y Sarah reacciona con violencia: “¡Tengo otros visitantes, aparte de este!”, le dice. “¡Los recibo continuamente, en otras tardes!”
El enfrentamiento sigue, pero ya hemos visto lo principal. Estamos ante una pareja que ya lleva 10 años viviendo su matrimonio, y que ha desarrollado peligrosamente su imaginación. En su soledad corporizan fantasías que al final les producen miedo. ¡Mucho miedo!
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Aquí, en El amante, eran solo dos, Sarah y Richard, los que se esforzaban por mantener un equilibrio entre la realidad y la fantasía. En La colección, en cambio, la confusión entre lo que pasó y lo que cada uno cree que pasó cuenta con más implicados. ¿Qué sucedió realmente entre Bill y Stella? Al final no lo sabemos. Y creo que nunca lo vamos a saber. La verdad, parece decirnos Pinter, está lejos del bagaje humano.
Años después, con Viejos tiempos, que es de 1971, Pinter va más a fondo con esta temática de indagar en los recuerdos, de viajar al pasado. Otra vez estamos ante un matrimonio que vive lejos del ruido, en una tranquila casa, en un apacible suburbio. Como casi todas las noches, Kate está sentada en el sofá, mientras Deeley fuma su pipa en su sillón. O mirando por la ventana. Esa noche, tienen un motivo de conversación. La inminente visita de Anna, amiga íntima de Kate, muchos años atrás.
Kate recuerda cómo era vivir con Anna. ¡Las innumerables visitas de ambos sexos que tenían! “Robaba”, afirma Kate de pronto. Deeley frunce el ceño al escuchar eso. “Sí, me robaba la ropa interior”, le aclara.
Deeley: ¿Te robaba la ropa interior?
Kate: Vivíamos juntas. Si no, ¿cómo lo haría?
Finalmente, Anna llega de visita. Y se suma de inmediato a esta competencia de recuerdos. La memoria de cada uno es indagada a fondo. “¡Era muy soñadora!”, dice de pronto Kate, hablando de Anna. “Pero siempre fue una buena compañía”. Y sorpresivamente hace el siguiente comentario: “Hay cosas que uno recuerda, que tal vez nunca sucedieron. Pero las recuerda como si hubieran pasado”.
Esta afirmación abre la puerta a infinitos comentarios. Afloran recuerdos casi perdidos. Por ejemplo, surge la presencia de un hombre, en la habitación que las dos compartían de jóvenes, una noche que las dos estaban acostadas y a punto de dormir. El hombre sollozaba, y vacilaba sin decidirse a qué cama ir en busca de ayuda. Al final el hombre salió de la habitación.
Anna: Pero volvió, porque a la mañana siguiente lo descubrí hundido en la cama de Kate, con la cabeza en su regazo.
Deeley: ¿Había un hombre en la oscuridad sobre el pecho de mi esposa?
Kate: Hablan de mí como si estuviera muerta.
El recuerdo es vago, le falta precisión para que sea tomado como verdadero. Pero los tres se esfuerzan por llegar más al fondo. Deeley, el marido, recuerda entonces que una vez fue al cine solo, y que había solamente una mujer en la platea mirando una película. Y que al terminar la función se acercó a ella y entablaron una conversación.
Como grandes olas concéntricas, los recuerdos se hunden en la memoria de cada uno. Deeley se anima más y poco después recuerda… ¡haber conocido también a Anna, la amiga de su mujer! ¡Veinte años atrás! ¡En un bar!
“Llevé a Anna a tomar un café”, le dice a Kate, su esposa. “Ella creía que eras vos, y me acuerdo que hablaba poco. ¡Decía muy poco! Sí, pretendía ser vos, todo el tiempo. ¡Y lo consiguió bastante! En ese momento llevaba tu ropa interior. Quién sabe, eras vos. ¡Quién sabe eras vos, tomando un café conmigo, hablando poco, muy poco!”
¿Qué más podemos decir? Que al final, como sospechábamos, la mujer que Deeley conoció en el cine era Kate, que después fue su esposa. ¡Y que él era el hombre que sollozaba solo en la habitación de ellas dos, hace 30 años!
Son tres grandes solitarios. Terminan recostados en los sofás, o mirando por la ventana, hundidos en sus pensamientos. Como sucedió aquella vez, hace mucho, mucho tiempo, Deeley solloza de nuevo y termina junto a su esposa buscando que ella lo ponga en su regazo y lo reconforte.
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Cada obra es un intento diferente de este gran autor que nos deja solos ante un montón de nuevos interrogantes. Pinter insiste, y en un último texto presenta el interior de la memoria con otro matiz, más revelador todavía. En Polvo eres, que es de 1996, nos encontramos otra vez con un matrimonio tenso, infeliz, a pesar de estar en la tranquila campiña inglesa con todo el confort posible.
Rebecca: Bueno… Por ejemplo, él se paraba frente a mí y cerraba el puño. Y entonces me ponía la otra mano en el cuello, lo apretaba y me llevaba la cabeza hacia él. Su puño… tocaba mi boca… y él me decía: “Besame el puño”.
Devlin: ¿Y vos se lo besabas?
Rebecca: Sí… le besaba el puño, también los nudillos… Entonces él abría la mano y me ponía delante la palma para que se la besara… y yo se la besaba… ¿Él me adoraba, entendés?

¡Extraño comienzo para una obra! Suena a un desahogo, a una confesión, pero también a una provocación que puede terminar en una terrible escena de celos. Devlin, el marido, quiere saber más y más de ese extraño amante que ella tenía antes de que él apareciera en su vida; un hombre ante el que ella se abría de piernas, adorándolo. ¡Esas eran sus palabras!
Entonces Rebecca empieza a hablar, aparentemente sin sentido. Pero Devlin desmenuza sus frases y se desconcierta más todavía.
Rebecca: ¡Creo que él tenía que ver con una agencia de viajes! Creo que era una especie de guía… No. No, no era eso. Ese era solo un trabajo de medio tiempo que tenía. Estaba ubicado muy arriba en la agencia. Tenía un montón de responsabilidades. ¿Nunca te conté sobre ese lugar… sobre la vez que me llevó a ese lugar?
Él traga con dificultad. No sabe qué le va a contar, pero sospecha que no le va a gustar nada.
Rebecca: Era una especie de fábrica… ¡Donde fabricaban cosas, exactamente igual a cualquier otra fábrica! Pero no era una fábrica común y corriente. Todos usaban gorras… los trabajadores… gorras blandas… y se las sacaron cuando él entró llevándome, cuando me llevó hacia abajo por los pasillos entre filas de trabajadores…
Pero cómo, ¿él no era un guía de una agencia de viajes? Piensa en voz alta Devlin. ¿A dónde la había llevado ese hombre, que al principio era un amante, un guía en una simple agencia de turismo, y ahora no se sabía lo que era? ¿Dónde quedaba esa fábrica? ¡Si los trabajadores, a su paso formaban fila y se sacaban la gorra, era porque este hombre los intimidaba!
Rebecca: Sí, me dijo después que se sacaban la gorra a su paso porque le tenían un gran respeto… ¡Sí, trabajaba en una agencia de viajes! Era guía de turismo e iba a la estación de tren del lugar; recorría el andén y arrancaba a todos los bebés de los brazos de las madres que gritaban…
Bueno, aquí Devlin ya no entendía más nada. “¿Sabés qué? Estoy terriblemente nerviosa” atina a decir ella. “Tiene que ver con la sirena de la policía que oímos hace un par de minutos”.
¡Él no oyó ninguna sirena policial! Ella habla y él siente que es como cuando está conversando con alguien por teléfono y otra llamada interfiere la línea. Extraña situación, confusa, peligrosa. Él trata de indagar, de saber más sobre ese hombre, sobre las circunstancias en que lo conoció. Pero ella sigue con lo suyo, habla a borbotones. Es como si no lo escuchara.
Rebecca: ¡Ah, hay algo que me olvidé de contarte! Fue raro. Yo miré por la ventana del jardín, por la ventana del jardín hacia el jardín, a mediados del verano, en aquella casa de Dorset, ¿te acordás? No, vos no estabas. No creo que hubiera nadie más. Estaba yo solamente. Y estaba sola. Yo estaba mirando por la ventana y vi toda una multitud de personas caminando a través del bosque, rumbo al mar, en dirección al mar. Parecían tener mucho frío, tenían abrigos puestos, a pesar de que era un día muy hermoso. Llevaban bolsos. Había… guías… que los conducían, que los guiaban.
“¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo viviste en Dorset? Yo nunca viví en Dorset”. Dice él, conteniéndose para no gritarle. Ella vuelve a la imagen anterior. “Salí y caminé por la ciudad helada”, dice. “Hasta el barro estaba congelado… Y cuando llegué a la estación del ferrocarril vi el tren. Había otra gente ahí. Y mi mejor amigo… el hombre al que yo le había entregado mi corazón, ¡recorría el andén y arrancaba a todos los bebés de los brazos de las madres que gritaban!”
Tal vez Devlin no entienda bien, pero nosotros empezamos a entender. Como en Viejos tiempos, pero en otra dirección, una mujer está mezclando recuerdos con cosas que ha oído, le contaron que han sucedido, que pertenecen a una memoria colectiva y que su sensibilidad ha capturado ahora, momento en que lo está viviendo con extrema intensidad.
Una imagen, al final de la pieza, corrobora y precisa esta impresión.
Rebecca: ¿Sabés qué? Hay algo que pensaba contarte. Yo estaba parada en una habitación en el último piso de un edificio muy alto en el medio de la ciudad. ¡El cielo estaba lleno de estrellas! Iba a cerrar las cortinas, pero me quedé un rato en la ventana mirando las estrellas. Entonces miré hacia abajo. Vi un viejo y un chico caminando por la calle. Los dos arrastraban valijas. La valija del chico era más grande que él. Era una noche muy clara. Por las estrellas. El viejo y el chico caminaban por la calle. Se tomaban de la mano que les quedaba libre. De pronto, vi a una mujer que los seguía llevando un bebé en los brazos.
Rebecca se sienta. Se queda muy quieta. Y dice las siguientes palabras.
Rebecca: La bebita respiraba. La apreté contra mí. Respiraba. Su corazón latía.
Un milagro ha sucedido. Rebecca se ha identificado con todos los sucesos horribles que vio, o descubrió, al punto que termina por hacerlos suyos. Como si ella los hubiera vivido. ¡Y sufrido! Y vive el recuerdo como si tuviera una bebita en brazos y la apretara contra sí.
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Antes subrayamos, un texto de un personaje: “Hay cosas que uno recuerda, que tal vez nunca sucedieron. Pero las recuerda como si hubieran pasado”. Y si es así, ¿por qué funciona este raro mecanismo?

Pinter relató el origen de esta extraña obra, Polvo eres. En un reportaje contó que en 1995 se fue de vacaciones a Barbados, y que se llevó para leer una biografía de Albert Speer. ¿Lo recuerdan? Speer fue el arquitecto favorito de Hitler. Además, desde 1942, fue ministro de Armamentos y Municiones de Alemania, y era virtualmente el que seguía en el rango para ponerse al mando del país si el Führer defeccionaba.
“Es un libro sorprendente”, comentó Pinter después de leerlo. “Me impresionó profundamente enterarme que Speer organizó -y era el responsable- de las fábricas operadas por detenidos que en la Alemania nazi se usaban como esclavos. Al mismo tiempo, Speer era un hombre muy civilizado que se horrorizaba con lo que veía cuando visitaba las fábricas”.
Pinter no tiró el libro al suelo, no dijo “qué tengo que ver yo con esto” como solemos hacer, sino que permitió que la biografía disparara en él millones de asociaciones. “Siempre me persiguió la imagen de soldados nazis cazando bebés con sus bayonetas caladas y tirándolos por las ventanas. No pasé mis vacaciones pensando ‘tengo que escribir una obra sobre esto’, pero cuando volví a mi casa me pasó algo casi enseguida y la escribí”. Comentó después.
Como le pasará luego a su personaje Rebecca, Pinter vive una intensa identificación con los desvalidos del mundo, los prisioneros y los migrantes, las víctimas de todas las crisis y las guerras. Hace propios sus conflictos. Se hunde en la memoria colectiva que nos incluye a todos.
Ricardo Halac
6 / Ene / 2022