Revista Florencio

HORACIO GONZÁLEZ Y EL EXTRAORDINARIO APORTE DE SU SABER

La historia como conversación

Horacio González. La historia como conversación entre generaciones

En la emotiva ceremonia en la que, en el último día de la gestión de Américo Cristófalo como decano, se bautizó con el nombre de Horacio González la sala de lectura de la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, varios de los participantes en el acto destacaron la justicia de una designación que, al mismo tiempo que completaba simbólicamente una parábola de más de medio siglo (González había sido bibliotecario no docente de esa misma biblioteca entre 1966 y 1969), ponía bajo los auspicios de ese nombre, del nombre de ese gran lector y de ese gran pensador de lo que la historia tiene de interminable conversación entre las generaciones, una sala destinada a esa práctica, la lectura (la lectura de los libros de una biblioteca), que, no sin algo –o sin bastante– de ceremonia y de ritual, permite el encuentro del que lee con los legados que le llegan, que nos llegan, del pasado. Alguien recordó, en la ocasión, la conocida carta en la que Nicolás Maquiavelo le cuenta a su amigo Francesco Vettori su costumbre de pasar el día fuera de su estancia, paseando por las calles y jugando y bebiendo en las tabernas, y de, después de cenar, cambiar sus ropas cotidianas por sus mejores galas para entrar, así ataviado, a su biblioteca, donde pasaba sus mejores horas “en conversación con los antiguos”. Leer es conversar con los antiguos, es sentir en el presente la sorpresa o la rara incitación que nos llega de otro tiempo cuyos dilemas irresueltos tocan todavía a nuestra puerta. González escribió esto muchas veces y de muchas formas: una época no es el conjunto de homogeneidades o de consensos que después, cuando ella ha pasado, nos permiten identificarla con la negligente facilidad del coleccionista de episodios superados (¿no era esa la discusión que sostenía con su amigo Oscar Terán a propósito de su interpretación de nuestros años sesentas?), sino el conjunto de conflictos que ella misma no pudo resolver y que todavía, de un modo u otro, son los nuestros. Leemos para encontrar en los textos del pasado, en los restos (palabra gonzaliana) de ese pasado que se alojan en los textos, los vestigios (in-vestigar, solía recordar González, es hacer hablar a los vestigios) de las discusiones, las luchas y los sueños de nuestros mayores, de quienes no dejamos de seguir tomando en préstamo, como había escrito Marx en un libro sobre el que González no cesaba de volver, “las palabras, los nombres, los gritos de guerra…”

En los meses precedentes, el nombre de González había sido dado también a otros espacios de distintas instituciones de la vida cultural de la ciudad y del país: al Museo del Libro y de la Lengua que, bajo la inspiración que representaba para él el extraordinario Museo de la Lengua Portuguesa de San Pablo, había creado y puesto a funcionar en la Biblioteca Nacional durante los años en los que la dirigió, a un aula de la Facultad de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Rosario, donde enseñó durante un cuarto de siglo, a la Biblioteca de la Universidad Nacional de General Sarmiento, en su campus de Los Polvorines, en la que dictó cursos y conferencias memorables. Entre ellas, recuerdo especialmente la que, dirigida a bibliotecarios y bibliotecarias del noroeste del conurbano bonaerense, dedicó a un artículo de Mariano Moreno que le interesaba mucho, que se titulaba “Educación” y que había aparecido en 1810 en La Gaceta de Buenos Aires. La ciudad, cabecera del país que asomaba al mundo, estaba en guerra con España por su libertad, y en ese contexto las aulas de su único colegio servían de cuartel para las tropas y no podían cumplir su función educativa primordial. En esa emergencia, Moreno decide crear la Biblioteca Pública (hoy Biblioteca Nacional: de hecho, González trata con cuidado este episodio que comento aquí muy rápido en su magnífica Historia de la Biblioteca Nacional, escrito también durante los años en los que la dirigió) para servir a la educación de la juventud. Esa y no otra (no la de puro resguardo, no la de triste culto de lo antiguo) debía ser, decía Moreno, la función de una biblioteca. Y si esta que se creaba en medio de los sonidos de la furia de la revolución no servía a ese designio, “mejor será que arda, como la de Alejandría”. Extraordinaria frase de este joven arrebatado y flamígero (que González citaba sin privarse de burlarse de sí mismo y de su obligación como funcionario, después de decir y de escribir máximas como esta, de firmar las aperturas de licitaciones para la adquisición de matafuegos), que pone en una relación de extraordinario dramatismo esos dos mitos fundantes de las culturas y de la reflexión sobre las culturas que son el de las llamas y el de los libros. Pensador de los mitos, a González no podían dejar de interesarle estos dos tan intensos del fuego y de la biblioteca. Pensador de las instituciones, pensó y escribió sobre una cantidad de ellas, pero en especial sobre estas dos sobre las que acá estamos dando vueltas: las bibliotecas y las universidades.

Que son instituciones míticas, o mitos vueltos instituciones. A la biblioteca, por un lado, y en particular a la mayor biblioteca del país, dedicó González la extraordinaria Historia… que ya hemos mencionado, y que puede leerse en diálogo con sus grandes libros sobre Paul Groussac y sobre Borges, y también con su formidable libro sobre Perón, que estudia, en la misma vena, digamos, “nominalista” que lo llevó a nombrar con tantísimos nombres de la vida literaria argentina y latinoamericana cuanta sala y cuanto pasillo tenía para nombrar en el edificio (que el autor de El Aleph consideraba abominable) de la Biblioteca –y que vuelve tan justa la decisión de universidades y de bibliotecas del país de devolver hoy ese mismo gesto dando a sus propios espacios el nombre de González–, lo que se cifra en el nombre, ciertamente mítico, de Perón, las relaciones entre Perón y el nombre de Perón, y la tragedia contenida en esa relación. Sobre la Universidad, por el otro lado, pensó y escribió toda su vida. En 2018, con motivo del centenario de la Reforma Universitaria, Juan Laxagueborde lo convenció de compilar un conjunto de esos trabajos de González sobre la –como suele decirse– “cuestión universitaria”, y el resultado es un libro precioso, Saberes de pasillo, que agrega al valor de los textos, dichos y escritos aquí y allá por González a lo largo de varias décadas, el enorme interés y la gran sensibilidad del prólogo del propio Juan, que nos invita a pensar el pensamiento de González sobre la Universidad (igual que aquí estamos sugiriendo que debemos pensar el pensamiento de González sobre las bibliotecas) como un pensamiento sobre la libertad. González fue en efecto, si está bien lo que estamos sugiriendo, un pensador de los mitos y de las instituciones, que pensó en relación con los unos y con las otras las condiciones para la lucidez y para la libertad. Pero que, a diferencia de los modos en los que piensan estas relaciones los pensamientos teórica y políticamente más menesterosos, hijos de un iluminismo sin ningún relieve o de un liberalismo sin ninguna densidad, entendió que la lucidez no está del otro lado de los mitos, sino que es un modo crítico y libre de pensarlos, y que la libertad no está del otro lado de las instituciones, sino que es un modo crítico y lúcido de habitarlas. González habitó sin renunciar al más pleno ejercicio de la libertad las instituciones por las que pasó haciendo su trabajo, y pensó como nadie había pensado, entre nosotros, los grandes mitos a los que dedicó las reflexiones de su vida.

En los últimos años, dos libros extraordinarios, que González escribió más o menos para la misma época, aunque uno de ellos apareció bastante después, póstumamente, agregan otros dos mitos a la colección de todos los que pensó a lo largo de los años. Uno de ellos, La Argentina manuscrita, revisa la primera aparición entre nosotros (aunque este “entre nosotros” no deja de ser algo abusivo: se trata de un escrito de un escritor español en América –en Asunción– en un año tan remoto como 1612) de la figura, que después tendría una fuerte militancia en nuestra literatura nacional, de la cautiva. El autor en cuestión, de nombre Ruy Díaz de Guzmán, cuenta, en efecto, la historia del rapto y sometimiento, por parte de un cacique timbú, de la bella esposa de un capitán español, llamada Lucía Miranda, en el fuerte de Sancti Spiritu, primer asentamiento español en el territorio que hoy llamamos Argentina, sobre la costa del río Paraná. El relato, por supuesto, anticipa tantos otros que pueblan la literatura nacional de Esteban Echeverría al mismo Borges o a César Aira (y la historia de nuestra pintura, desde ya, con centro en La vuelta del malón de Ángel Della Valle), pero al mismo tiempo tiene la rara propiedad de ser una casi segura fuente de La tempestad de Shakespeare, quien convierte al apellido de la chica, Miranda (que quiere decir: la que es digna de ser mirada), en el nombre del personaje femenino de su pieza. Es que la tradición de los relatos de raptos y violaciones de mujeres (en inglés violación se dice rape, y enseguida recordamos, también de Shakespeare, el poema lírico The rape of Lucrece, bastante anterior a su famosa última pieza) está muy lejos de ser una tradición sudamericana o argentina: el mito que considera González en su libro es uno de los grandes mitos de la cultura occidental, que está en La Ilíada, en la historia (y de nuevo, desde ya: la iconografía) del rapto de Europa y en el episodio, narrado en los primeros capítulos de la Historia de Roma de Tito Livio, del rapto de las sabinas, y esto solo para empezar. De manera que González no está contando una historia que tenga un interés apenas local como origen de la literatura de lo que entonces todavía no era una nación, sino que se está metiendo, en diálogo más explícito o más silencioso con obras como la de Freud y sobre todo la de Lévi-Strauss, con uno de los grandes temas míticos de la historia de la humanidad, que permite pensar una forma particular de violencia sobre los cuerpos en el origen de la cultura o de la sociedad.

El otro libro de González que mencioné se titula Fusilamientos, y es una formidable reflexión sobre esa otra forma fundamental de la violencia que está en la base de los Estados y de las condiciones de la vida civil bajo su amparo. ¿Llamaremos a eso, también, un mito? Podemos hacerlo si pensamos esa institución que es el fusilamiento bajo la forma de la escena de cabal asimetría entre el poder enorme (el poder en su forma, por así decir, más radical, que es el poder de arrancar la vida) del que hace fuego en el nombre de una justicia estatal o revolucionaria, o de la justicia de una revolución que busca fundar un nuevo Estado –el ejemplo, de nuevo, es el de Moreno, fundador de una biblioteca y fusilador de Santiago de Liniers–, y la impotencia del que tiene que morir para que esa forma sumaria, urgente pero también fuertemente ritual de la justicia pueda realizarse. Esa asimetría, que da su fuerza mítica, estamos sugiriendo, a esa escena fundadora, suele ser subrayada en las representaciones que tenemos sobre ella por las ataduras que inmovilizan a los condenados, por las vendas que les impiden ver (ambas cosas pueden verse en el fotograma del gran film de Rossellini El general Della Rovere que ilustra la tapa del libro que estamos comentando), o también –como muy ostensiblemente ocurre, como observa González, en El fusilamiento de Maximiliano de Manet o en El 3 de mayo en Madrid de Goya– por la mínima distancia que allí se representa entre los que disparan y los que reciben el disparo, una distancia tan pequeña que hasta el riesgo de que alguien yerre el tiro queda reducido hasta desaparecer. Si la Historia de la Biblioteca Nacional es una historia argentina narrada a través de la historia de la Biblioteca, Fusilamientos es una historia argentina narrada a través de las distintas modulaciones que adquirió a lo largo del tiempo que nos separa de aquel fusilamiento “primordial” del héroe de la Reconquista esta institución fundamental (en todos los sentidos que tiene esta palabra) de los Estados. Cuyas propias singularidades se expresan también, o se anuncian, en las formas que asumen sus fusilamientos. A cincuenta años de la masacre de Trelew, vale la pena tomar nota, en el capítulo que González consagra a ese episodio tremendo de nuestra historia todavía reciente, sobre su observación acerca del modo en que en ese hecho se anticipan los procedimientos de sigilo en los procedimientos del Estado y de ocultamiento y falsificación de sus motivos que serían la norma en los años de más descarnada ilegalidad estatal que sobrevendrían.

Biblioteca Nacional

A esta avanzada altura de este artículo es momento ya de confesar que el tema que había previsto para él no era en realidad González ni su obra, aunque no me arrepiento de que mi nostalgia me haya retenido en el uno y en la otra más párrafos que los que había planeado. En verdad quería llegar a estos dos asuntos del mito de la cautiva y de la violencia fundacional de los fusilamientos para comentar en torno a esas dos figuras dos acontecimientos muy interesantes de la vida cultural de esta ciudad y este país en estos tiempos aciagos que vivimos: el primero es la aparición, el año pasado, de una sugerente novela, Fuera de serie, en la que Gabriel Lerman recrea en clave ficcional diversos episodios de la fascinante historia de una pintura de Alfredo Bettanin, el tríptico San Martín, Rosas, Perón, que, al estilo del gran muralismo en el que sin duda recoge inspiración, cuenta a través de una apiñada colección de imágenes una larga historia colectiva hecha de padecimientos y de luchas, con los tres personajes cuyos apellidos dan título a la composición acompañados por sus seguidores en la parte inferior del cuadro, y con el centro de la tela ocupada por el cuerpo supliciado (literalmente roto) de una mujer desnuda que reproduce la imagen muy típica de una cautiva, que como en un sueño parece convocar a todos los espectros cuyas representaciones –cargadas de densa simbología– pueblan la tela. Entre ellos, a un costado, se destaca la imagen de un módico pelotón de fusilamiento disparando contra un grupo de cuerpos indefensos. La cautiva y los fusilamientos. El cuadro mira hacia atrás pero también, siniestro, hacia adelante. Terminado de pintar por Bettanin en 1974, iba a ser exhibido por primera vez en el Teatro San Martín el 1° de julio de ese año. Naturalmente, eso no ocurrió, y lo que sí ocurrió, en los meses que siguieron, fue el inicio de una tragedia que entre otras muchas vidas se cobraría las de los tres hijos del pintor, todos ellos, por cierto, retratados (como él mismo) en la propia tela. La novela de Lerman cuenta la historia o las historias que el propio Bettanin cuenta en esa tela, cuenta también la historia en torno a la propia tela y a las circunstancias en las que la misma fue imaginada, discutida, ejecutada, y cuenta por último la increíble historia posterior de la circulación de esa tela, desde la muerte del pintor y hasta ayer nomás, entre las manos de una cantidad de propietarios o custodios que acaso nunca hayan terminado de entender los sentidos que en ese mismo pasar de mano en mano esa tela iba construyendo.

«Hasta ayer nomás», digo, porque la anécdota que acaso justifique el recorrido que aquí he querido proponer es la de la última mudanza, ocurrida hace pocos días, del cuadro sobre el que estamos conversando, que, en efecto, acaba de ser trasladado desde la sede de la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores, adonde había ido a parar (después de haber tenido su lugar en una colección privada, en cierta residencia ubicada en la localidad bonaerense de Olivos y en el subterráneo Museo de la Casa de Gobierno) en los tiempos de Mauricio Macri y de Gerónimo “Momo” Venegas, al sexto piso del Centro Cultural Kirchner, en el viejo edificio del Correo, donde, tras un meritorio trabajo de restauración, podrá ser ahora debidamente apreciado por todo el mundo. Una historia, ciertamente, de novela, sobre la que esta novela de Lerman ofrece pistas y sugiere hipótesis de lo más interesantes. Lo que aquí quise apenas indicar, sin entrar en detalles que pueden procurarse leyendo Fuera de serie,o visitando el sexto piso del CCK, o –mejor todavía– haciendo las dos cosas, es la perfecta inscripción del conjunto de historias que se entrelazan en la pintura de Bettanin, y de algún modo también en la novela que trata sobre ella, dentro de las tramas sostenidas sobre los grandes motivos mitológicos, o mito-poéticos, de nuestra historia nacional, como el de la mujer cautiva o el de la hilera de fusiles de un escuadrón formado disparando sus lenguas de fuego contra los cuerpos indefensos de los enemigos o de los rebeldes. Horacio González (que alguna vez contó que, siendo un joven estudiante universitario de izquierda, empezó a militar en el peronismo a instancias de Leonardo Bettanin, hijo de Alfredo, y a quien –por cierto– Lerman convierte en un nada inverosímil personaje secundario de la historia que cuenta su novela: “llegaban los jóvenes de Envido…”) pensó esos grandes temas en libros (mencioné un puñado: faltan muchos otros) que pertenecen para siempre a lo mejor del patrimonio crítico con el que contamos para seguir tratando de entender las cosas. Las cosas: los mitos y las instituciones (esos intentos de congelar o de cristalizar el tiempo) en medio de los y de las cuales se desarrollan nuestras vidas, y el tiempo, que a pesar de los unos y de las otras sigue transcurriendo entre las generaciones, trayendo a las que llegan los dilemas irresueltos y las promesas incumplidas de las anteriores.


Eduardo Rinesi

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9 / Ene / 2023