Revista Florencio
A 30 AÑOS DE LA MUERTE DE FEDERICO FELLINI
La singularidad de la obra de Federico Fellini (Rímini, 1920–Roma, 1993) y su aporte fundamental a la historia del cine, lejos de desvaírse, tres décadas después del fallecimiento de su creador no hace más que consolidarse, revalorizarse y continuar irradiando la potencia de su originalidad, que autorizó muy pronto a convertir su apellido en un adjetivo que identificara claramente su mundo: “felliniano”, en la estela de otros que, como “kafkiano”, “borgeano” o “proustiano” caracterizan los universos inconfundibles de otros grandes artífices.
Nacido en un hogar provinciano de clase media, Federico dio muestras desde su niñez de su talento para el dibujo y la caricatura (era ferviente lector de cómics), aunque alguna vez declaró que a lo que aspiraba en realidad era a ser poeta (y lo fue, ya que su cine es ante todo el de un poeta). Gracias a un acuerdo con el propietario del cine Fulgor de su ciudad natal, podía entrar gratis a todas las funciones a cambio de la realización de dibujos de las estrellas de las películas que allí se exhibían, que se exponían en el vestíbulo de la sala. La veta caricaturesca nunca lo abandonó, ya que constituiría un elemento notorio de su visión de la realidad.
En 1937 publicó sus primeras caricaturas en la revista satírica de Florencia Il 420, en la que trabajó durante algunos meses como aprendiz de periodista. Regresó a Rímini y en 1939 partió definitivamente a Roma para, según prometió a sus padres, estudiar abogacía. Jamás lo hizo. En la capital de Italia tuvo una vida bohemia e hizo de todo para subsistir: vendió caricaturas de la gente en bares y plazas, decoró vidrieras de tiendas, de vez en cuando colaboraba en periódicos como Il Popolo o Il Piccolo, hasta que al final consiguió un empleo fijo como dibujante y escritor en la revista humorística Marc’Aurelio. En esa época inició su amistad, entre otros, con Alberto Sordi, Aldo Fabrizi y el escritor Ennio Flaiano, quien se convertiría años después, junto a Tullio Pinelli, en guionista de varias de sus películas mayores. A partir de estas y otras vinculaciones el joven Fellini logró incursionar en el ambiente teatral, radial y cinematográfico. Se lanzó a escribir libretos cómicos, guiones para la radio (como la exitosa serie Le avventure di Cico e Pallina, que narraba las vicisitudes de una pareja de recién casados; la protagonizaba una muchacha que integraba un grupo de teatro universitario, Giulietta Masina, con quien se casó en octubre de 1943, poco después de conocerla), y también para el cine.

El mago construye su estilo
Hasta que en 1945 lo convoca el director Roberto Rossellini para colaborar junto a él y Sergio Amidei en el guion de la que sería la notable película liminar del neorrealismo italiano, Roma, ciudad abierta. Esa colaboración vuelve a repetirse en 1946 en otro gran film, Paisà, en el que el realizador le permite a Fellini, además de colaborar en su escritura, dirigir algunas escenas. Recordaría después Federico: “Rossellini fue el hombre cuyo ejemplo y personalidad constituyeron mi primera inspiración, mi primer conocimiento de que el cine era el medio expresivo que mejor se adaptaba a mi modo de ser. En ese sentido, me dio algo fundamental. Mi encuentro con él me orientó por un camino, y no por otro cualquiera”.

Está claro que Fellini se forjó como cineasta en la fragua del neorrealismo, pero esta circunstancia evidente no debe inducir al equívoco de considerarlo un neorrealista. Estrictamente, nunca lo fue, y su relación con ese fértil pero acotado movimiento siempre fue ambigüa, como lo definió él mismo muy temprano, tras la realización de Paisà: “Mirar la realidad con un ojo honesto, pero cualquier clase de realidad, no sólo la social, sino también la espiritual y la metafísica, cualquier cosa que el hombre tenga adentro”. En esta declaración ya latían los rasgos esenciales de su poética, que asomarían, tímidamente, incluso en sus primeras películas: la que codirigió con Alberto Lattuada, Luces del varieté (Luci del varietà, 1950), y la primera que dirigió individualmente, El sheik (Lo sceicco bianco, 1952), en la que comenzó su asociación casi simbiótica con el extraordinario compositor Nino Rota, autor de las partituras inolvidables de gran parte de sus películas. Esos elementos artísticos personales se irían afirmando progresivamente, en tanto reventaba las costuras del neorrealismo con la irrupción de lo fantástico, lo poético, lo grotesco, lo monstruoso, lo mágico y una exploración de cuño existencialista (muy visible en sus primeras obras maestras, Los inútiles (1953) y La strada (1954); en esta última, como en la posterior Las noches de Cabiria (1957), Fellini alcanza su consagración como creador absolutamente singular, y la protagonista de ambas, Giuletta Masina, la categoría de intérprete excepcional).

Así como procedió con el neorrealismo, Fellini se nutrió de materiales del arte popular y del costumbrismo para violentarlos y trascenderlos hacia otras dimensiones. Su sensibilidad artística se alimentó de diversas fuentes, algunas de extrema humildad, y todas dejaron huellas reconocibles en su cine. No menor impacto que las primeras películas que vio en su infancia (Chaplin, las de los grandes cómicos del cine mudo, los primitivos peplums italianos, las de cowboys y aventuras) le produjeron el mundo del circo, el del cómic, el de los artistas ambulantes y los llamados fenómenos que se exhibían en primitivos parques de atracciones, los números de magia. Más tarde quedaría fascinado por los miserables teatros de variedades romanos, donde cómicos, coristas o prestidigitadores de patética mediocridad intercambiaban insultos con el público, por las series radiales, los melodramas, las comedias costumbristas. Estas influencias le dejaron sedimentos: el gusto por lo grotesco y la excepcionalidad, el recurso a la sorpresa y los golpes de efecto, el aprovechamiento de la fuerza expresiva de ciertas formas del arte popular más rudimentario, la predilección por mostrar en vez de narrar. Es de sobra conocida la profunda influencia que ejerció sobre su cine el espectáculo circense. Podría decirse que más que un director ha sido el maestro de ceremonias de los personajes del pequeño teatro de su inconsciente, cuyos desplazamientos se rigen por el círculo, como en una ronda propia del circo. De alguna manera, todos sus films están impregnados por esa atmósfera, no solo explícitamente, como, por supuesto, en Los clowns (1970), donde rinde su sentido homenaje a ese mundo, sino implícitamente a lo largo de su obra. No en vano declaró una vez: “El cine se parece muy fuertemente al circo. Es probable que, si el cine no hubiera existido, si yo no hubiese conocido a Rossellini y si el circo fuera todavía un género de espectáculo de cierta actualidad, me habría gustado mucho ser el director de un gran circo, pues el circo es exactamente una mezcla de técnica, de precisión y de improvisación”.

Mostrar es narrar
Fellini nunca fue un director de cine que contara historias a través de las imágenes, sino un presentador de imágenes que confiaba en la pura potencia de ellas como materia dramática en sí. Supo reconocerlo cuando confesó: “No me gusta encontrarme bajo presión para narrar una historia en todos sus desarrollos sucesivos. Quiero mostrar. El cine no es un fruto de la literatura sino de la pintura”. Sus imágenes poseen un poder tan deslumbrante, una inventiva tan radical que funcionan como epifanías, presencias visuales rarificadas por el filtro de la memoria y el sueño. Una de sus mejores películas tardías, Y la nave va (E la nave va, 1983), sátira surreal y operística del mundo de la ópera, es singular en su despliegue de unas imágenes atravesadas por el misterio del tiempo. La mostración de imágenes ya es por sí misma narración, parece decirnos Fellini; si Paul Valéry pudo afirmar que “lo más profundo del hombre es la piel”, el cineasta italiano podría haber aseverado que es la imagen. Nadie como él, auténtico taumaturgo, supo instalarse en la linde porosa que separa la realidad de la fantasía ni crear climas mágicos que brotan de repente en medio de la vulgaridad cotidiana –la primera imagen de Alberto Sordi columpiándose entre altos árboles en El sheik; la niebla que de pronto envuelve al abuelo y le impide encontrar el camino a su casa en Amarcord (1973);la aparición del inmenso transatlántico o la bellísima escena del pavo real que despliega su plumaje sobre la nieve en esta misma película, por ejemplo–, o secuencias oníricas tan abrumadoras y admirables como la pesadilla inicial de Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), o ciertas bruscas transiciones de lo grotesco a lo místico. Fellini huye de las estructuras narrativas rectilíneas y de los encadenamientos de causa a efecto de una historia para inclinarse por la construcción en red de fragmentos pregnantes que tejen sin embargo una clara unidad de sentido.

Lejos del neorrealismo
El neorrealismo pretendía retratar lo más fielmente posible la vida cotidiana del hombre común, hacer un cine–verdad que reflejara la historia a través de las pequeñas crónicas de los seres anónimos registradas en escenarios naturales, lejos de todo artificio. A Fellini no le interesaba la verdad sino la mentira del cine; lo tenían sin cuidado la reconstrucción veraz de la historia y las vías de acceso racionales a la realidad. Lo suyo era el estallido de lo real en sus puntos de fuga: la locura, la deformidad, la magia, el sueño. No se proponía desentrañar el funcionamiento de los mecanismos sociales sino mostrar, por medio de una poética del exceso, del barroquismo delirante de sus imágenes, el fracaso radical de la aventura humana. Bajo sus muchas máscaras de humor, de sarcasmo, de evocación costumbrista, asoma siempre una melancolía desesperada atenuada por cierta esperanza cristiana. La salvación por la gracia parece ser la única salida para el desamparo esencial de sus personajes, como en el caso estremecedor de Gelsomina y Zampanó en La strada, por ejemplo, metáfora del fracaso, de la soledad, del desgarramiento que conlleva la existencia, pero también de la lucha para conseguir la redención, imbuida de una sobrecogedora poesía y de una extraña fuerza elemental.
Fellini compartió con el neorrealismo la frecuente utilización de actores no profesionales en sus películas, pero por motivos absolutamente diferentes. Al colocar ante las cámaras a personas corrientes interpretando personajes similares a lo que ellas eran en sus vidas, los neorrealistas buscaban una mayor fidelidad a la realidad, la expresión natural del común de las gentes. La estética felliniana perseguía otros objetivos: subrayar la excepcionalidad de un rostro, la peculiaridad de un cuerpo en su propio significado icónico, como esculturas con valor autónomo; nada de gente común encarnando a gente común: la desmesura física, la deformidad, la extrema fealdad ilustraban más verazmente su concepción de la condición humana. También fue descartando paulatinamente la filmación en escenarios naturales para permutarlos por grandiosas escenografías de complejo barroquismo.
Un moralista burlón
Engañosamente festivo, irreverente sólo en apariencia, contradictorio, melancólico y burlón, Fellini nunca dejó de ser un moralista cristiano al que la Iglesia jamás entendió, pese a que algunos de sus exégetas nieguen de plano su raíz religiosa. Es uno de los tantos equívocos que generó su obra de tan desbordante y anfractuosa imaginación.
Los mayores malentendidos comenzaron con La dolce vita (1960), el film que lo proyectó a la fama mundial, y la condena tajante que de él hizo la Iglesia. L’Osservatore romano, diario del Vaticano, lo calificó de “obsceno” y “repugnante”; como “blasfemo, pornográfico y bestial” lo definieron otros sectores eclesiásticos, que pidieron su prohibición, mientras diputados de la derecha trasladaron el debate al parlamento italiano, en donde se llegó a solicitar la sanción de leyes que protegieran al pueblo de películas “capaces de provocar repugnancia con escenas de realismo crudo y despiadado”. Críticos de izquierda, en cambio, que a menudo se habían enfrentado a Fellini por su irracionalismo y la ahistoricidad de su obra, tomaron su defensa como bandera.
Así empezó a propagarse el erróneo retrato de un Fellini anticatólico, subversivo y escandaloso, producto de una lectura superficial de La dolce vita que desatendía lo esencial: se trataba en verdad de la obra de un moralista disconforme con la sociedad hedonista de su tiempo, hundida en el vacío y el desasosiego, y expresaba la búsqueda de auténticos valores religiosos. Ya la primera secuencia ofrecía una mezcla de elementos heterogéneos que resumía la visión de un mundo caótico y desacralizado. Dos helicópteros sobrevuelan Roma; de uno cuelga una gran estatua de Cristo que es transportada al Vaticano; en el otro viajan Marcello y “Paparazzo”, periodista y fotógrafo que registran la insólita escena y tratan de comunicarse a los gritos con unas chicas que toman el sol en bikini sobre una terraza. Abajo, un grupo de niños corretea saludando a los aparatos y varios albañiles observan el espectáculo desde sus andamios. El símbolo religioso de Cristo aparece banalizado y brutalmente sacado de contexto por el símbolo tecnológico del helicóptero; el vaivén coral de la escena, con el desorden nivelador de todos sus componentes visuales, no sólo tiende a desplazar el lugar de lo trascendente sino también a alterar la solemne monumentalidad de la ciudad que se quiere eterna.

El tono moral de la película por momentos se torna explícito –incluso candorosamente explícito–, como cuando uno de los travestidos que participa en la orgía final le comenta a otro: “He perdido el interés por todo esto. Quiero irme, hacer penitencia. Pero otros llenan enseguida los huecos de los que se van. Dos se marchan y diez ocupan su lugar. Cuando lleguemos a 1965 habrá una depravación total. ¡Qué sórdido será todo!”
Fellini traza un dibujo apocalíptico de esa “dolce vita” de un mundo cínico que ha erigido la búsqueda del placer, la fama y el dinero en valor dominante y casi único, pero que sólo encuentra la soledad y la insatisfacción. Su mirada no podría estar más lejos de la de un libertino; está impregnada de tristeza y desencanto. Con todas sus dudas y contradicciones, aflora en su obra un fondo religioso que asume diversos ropajes mágicos, fantásticos, oníricos, y que se complementa con la denuncia mordaz de la falsificación, comercialización y trivialización de la religión por parte de la misma Iglesia. Esta impugnación, a veces ferozmente ridiculizadora, del papel mediador de la jerarquía católica ha llevado al equívoco de un Fellini antirreligioso, cuando en verdad sólo expresa el anhelo de rescate de los valores cristianos primigenios y la nostalgia de la fe perdida.
Temor y deseo
En la filmografía del director italiano el sexo ocupa un lugar importante, lo que ha cimentado no pocas caracterizaciones erróneas. Es preciso no detenerse en los disfraces con que casi siempre aparece revestida la sexualidad en sus películas –una cierta apariencia festiva, un toque de desmesura, un engañoso tono celebratorio– para descubrir un sentimiento de perturbación y de zozobra vinculado a las nociones de culpa y pecado de clara matriz católica, de las que Fellini nunca pudo liberarse. Rara vez muestra una relación sexual plena: el voyeurismo o el fetichismo suelen ser sus sustitutos. Su concepción de la mujer no ha escapado de las tensiones entre los polos del esquema virgen/prostituta; ella encarna un irresistible objeto de deseo, pero también es fuente de angustia y temor, una presencia poderosa e inquietante ante la cual el hombre queda sumido en la impotencia. Las mujeres que pueblan su imaginario cinematográfico son a menudo gigantescas, voluptuosas, grotescas, de enormes pechos y abundantes carnes, incluso algo terroríficas, como la Saraghina, la mítica prostituta que baila en la playa en Ocho y medio (tal vez la obra cumbre de su creación artística) o la dueña de la tabaquería en Amarcord, capaz de ahogar entre sus mamas portentosas al adolescente Titta. La contracara es la mujer angelical, bella, leve, musa inspiradora o símbolo de pureza, como puede representar Claudia Cardinale en Ocho y medio o la diáfana niña rubia cuya voz no puede escuchar el protagonista que encarna Marcello Mastroianni en la escena final en la playa de La dolce vita.

En Casanova (1976) ejecutó Fellini un ajuste de cuentas con la figura del donjuán. Ante su cámara, el emblemático libertino del siglo XVIII queda desprovisto de todo hálito de vida: es un amante mecánico, un maníaco que se acuesta compulsivamente con la mayor cantidad posible de mujeres como para cumplir los trámites de una estadística. En sus relaciones nunca hay pasión ni el menor asomo de comunicación entre seres humanos; el despliegue infinito de sus actos sexuales se asemeja más a un ritual de muerte que a una afirmación vital. Casanova es una máscara helada y amarga, un autómata más que un hombre, que oculta bajo una panoplia de técnicas eróticas su incapacidad de amar, su estupidez y su tristeza.
Gloria y declive
Probablemente, el período más fecundo de la trayectoria artística de Federico Fellini se extendió entre 1952, en que dirige El sheik, y 1963, año de realización del film Ocho y medio. En este último, que bastaría por sí solo para cimentar su renombre, pareció concentrarse y concretarse toda su sabiduría cinematográfica, su inmenso talento taumatúrgico, lo mejor de su imaginería y de su inventiva. El tema central de esta película es la imposibilidad de hacerla, a causa de la esterilidad creativa en que se encuentra su guionista y director en la ficción, Guido Anselmi, nítido alter ego de Fellini interpretado como siempre por el gran Marcello Mastroianni. Mientras sufre las presiones agobiantes de productores, periodistas, admiradores, amigos que reclaman noticias sobre su próxima obra, de la que no tiene la menor idea, Anselmi se refugia en un lujoso balneario y se sumerge en su memoria, en sus sueños, en sus pesadillas, en fantasías y recuerdos de infancia, en la evocación de las mujeres de su vida, de sus terrores y deseos más íntimos. Como en la célebre poesía de Lope de Vega cuyo primer verso dice “Un soneto me manda hacer Violante”, en que la descripción del procedimiento para hacer un soneto se convierte en el –admirable– soneto mismo, Fellini construye su película con las distintas alternativas de un proyecto que se enrolla y desenrolla, se afirma y se desecha, se desplaza y se paraliza, se pierde en infinitos intentos inconducentes, hasta que la incorporación y aceptación de los fantasmas del inconsciente del autor generan un vertiginoso movimiento en el que las manifestaciones de su crisis creativa pasan a ser el material privilegiado de su creación.

Es obvio que la infertilidad creadora que atraviesa Guido Anselmi en Ocho y medio la sufrió el propio Fellini en algunos momentos de su trayectoria. El ciclo que culminó brillantemente con aquella película fue seguido por una segunda etapa que se abre en 1965 con un film un tanto fallido, Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti), y en la que daría muestras parciales de su declinación artística. Satiricón (Fellini Satyricon, 1969), Roma (1972) o Casanova (Il Casanova di Federico Fellini, 1976) testimonian la relativamente precoz fatiga del director italiano, que se torna reiterativo y apela a la repetición mecánica de sus estilemas, que se transforman así en tics, o se hunde en algunos lugares comunes impropios de su genio, como en Ensayo de orquesta (Prova d’orchestra, 1979), que exhala una visión nostálgica de la autoridad; La ciudad de las mujeres (La cittá delle donne, 1980), con su vetusto antifeminismo, o Entrevista (Intervista, 1987). Sin embargo, su enorme vitalidad creadora volvió a estallar en dos grandes películas de ese segundo período: Amarcord e Y la nave va, y concluiría con su melancólica Ginger y Fred (1987), que reunió a sus dos íconos, Giulietta Masina y Marcello Mastroianni, –y en la que destroza a la televisión y la publicidad de su época (a pesar de que también él realizó algunos anuncios comerciales)–, y su canto del cisne, La voz de la luna (La voce della luna), 1990).
Algunos críticos, detractores encarnizados de la obra felliniana, aprovecharon sus épocas de declive para derribar su figura. Llegaron a caracterizarlo como un falsificador, un astuto y grandilocuente empresario de atracciones de feria capaz de hacer pasar sus baratijas por joyas. Semejante difamación no podría ser más ciega, parcial e inane, y difícilmente podría repetirse hoy, cuando treinta años después de su silencio su producción es sometida a una exhaustiva revalorización que pone en su lugar sus aportes extraordinarios al arte cinematográfico. Aun en sus obras menores (por ejemplo, El cuentero (Il bidone, 1955)), en las menos logradas o completamente fallidas, se pueden rescatar momentos notables que expresan su talento y su sello estilístico.
Arte e ilusión
El cine de Fellini es autorreferencial, aunque dista de ser autobiográfico, porque las tierras de su memoria están sembradas de mentiras y totalmente transfiguradas. Gran mitómano, fue sobre todo un fabulador sin límites, un embustero incontinente que hasta se diseñó una historia personal siempre modificada según sus conveniencias, con episodios que nunca existieron, como la huida del hogar a los 8 años de edad tras la troupe de un circo que pasó por su pueblo. “Soy un mentiroso, sí, pero honesto –admitió–. Todas las anécdotas de mi adolescencia en Rímini recreadas en Amarcord son inventadas”. Pero con la argamasa de sus mentiras supo modelar una obra prodigiosa.
Hay en la deliciosa Amarcord una escena que ilumina de manera especial su rechazo del naturalismo y la ilusión implícita en todos los procedimientos de representación. Los habitantes de Rímini quieren ver el paso del gigantesco transatlántico Rex, orgullo del régimen fascista, en su viaje inaugural frente a las costas de la ciudad. Los más entusiastas se internan en el mar en pequeñas embarcaciones. Transcurre la noche; el barco no aparece. Todos se quedan dormidos, pero de pronto un niño, que permanece despierto, avista la colosal figura del transatlántico, sus fulgurantes ojos de buey, y despierta a sus acompañantes. No se sabe si se trata de una presencia verdadera o imaginada; la escena irradia una intensa sugestión mágica. Para componerla, Fellini utilizó trucos toscos y evidentes: la gran nave es un decorado plano, el mar está hecho con láminas de polietileno (como en Y la nave va). Todo apunta a poner de manifiesto la mentira del cine y, más aún, la esencia ilusoria de lo real.

Director anómalo, solitario, la potencia y peculiaridad de su poética y de su mirada sobre el mundo lo colocaron entre los más grandes artífices de un arte que después de él –como de Welles o Bergman, Bresson o Dreyer, Tarkovsky, Buñuel o Hitchcock– cambió sus formas para siempre.
Carlos Alfieri *
*Periodista, autor del libro Federico Fellini (Ediciones Rueda, Madrid, 1996).
1 / Mar / 2023