Revista Florencio
HORACIO SCALISE, SALVADOR POCHO OTTOBRE Y BERNARDO CAREY
En el corto período de poco más de un mes –del 16 de febrero al 18 de marzo de 2023- de este verano insoportable, que calcinó y agobió a tantos argentinos, Argentores sufrió la tristísima pérdida en sus filas de tres entrañables y relevantes socios y creadores, todos ellos también dirigentes en alguna etapa de la entidad de sus cuerpos directivos: Horacio Scalise, Salvador Pocho Ottobre y Bernardo Carey. Como es habitual en estos casos, las noticias del fallecimiento fueron transmitidas de inmediato en la web de la institución seguidas de una amplia información sobre su obra y las respectivas expresiones de pesar por el hecho a sus parientes y amigos, entre otras las que figuran la de la Junta Directiva. Este recordatorio que se publica ahora en Florencio intenta también homenajear a estos compañeros y ampliar la precisa cobertura hecha en la web con algunos testimonios más de autores y de datos como los que, en el caso de Bernardo Carey, fueron extraídos del Diccionario de Autores Teatro de Autores Argentinos y de otras fuentes.
Horacio Scalise
Figura emblemática del humor en la radio y televisión de nuestro país, Horacio Scalise falleció como resultado de un súbito desequilibrio provocado en su organismo por el intenso calor que azotaba a Buenos Aires por mediados de febrero. Hasta unos días antes se lo veía regularmente por los pasillos del edificio central de Argentores en Pacheco de Melo 1820, con su habitual buen talante, su sonrisa amable y su siempre buena disposición a charlar, contar alguna anécdota risueña o ponerle una nota de humor a determinado hecho. Fue, tal como lo evocó la Junta Directiva en un mensaje emitido con motivo de su muerte, “un hombre sencillo, querible y humilde como todos los grandes, aquellos que transitan la existencia ejerciendo su arte sin aspavientos y, a la vez, con una dedicación emocionante. Alguien que le puso sonrisas a la vida con palabras simples, acompañando el día a día de miles de oyentes durante años, peleándole a la mala onda con la blancura de su humor inteligente que entretenía sin ofender.”

La radio y la televisión fueron dos de los medios en que Horacio Scalise desarrolló su extraordinaria y exitosa carrera como autor y humorista. Junto a su colega Jorge Marchetti conformaron una dupla profesional que marcó a varias generaciones, tanto al público como a sus colegas, quienes siempre admiraron su trabajo y su maravillosa calidez. En la radio fue guionista de programas inolvidables como el Fontana Show y Rapidísimo, junto a Cacho Fontana y Héctor Larrea, entre otros. En la televisión, su ingenio y exquisito humor estuvieron detrás de ciclos legendarios como Viendo a Biondi, El show de Mareco, La Tuerca, La Estación de Landriscina, Seis para triunfar, Viva la risa, VideoMatch y Ta Te Show, entre otros. Pero, además de un profesional probado en su género, se destacó por su compromiso con la defensa de la labor autoral, sobre todo a través de las muchas responsabilidades que asumió como dirigente de Argentores, entre ellas la de presidente del Consejo Profesional de Radio. Y fue en reconocimiento a esa larga labor profesional que la entidad lo distinguió en 2019, junto a Jorge Marchetti, con el Gran Premio de Honor en Radio.

Entre tantas virtudes, una más que brilló en particular en su persona fue la de ser un amigo consecuente y cálido. Y en esa condición lo recuerda Jorge Marchetti en unas líneas escritas especialmente para Florencio y que tituló Chau amigo: “Te estamos extrañando mucho. En Argentores faltan tus recorridas por las oficinas, contando el último chiste o recordando algún aviso de la radio de los años de gloria. Amabas la radio. Siempre te voy a agradecer tu amistad y tu compañerismo durante tanto tiempo. No encuentro palabras para describir mis sentimientos y mi dolor. Siempre vas a estar entre nosotros. Simplemente…te abrazamos Gordo querido. ¡Tu amigo de toda la vida!”
Salvador Pocho Ottobre
Pocho Ottobre, otro querido y respetado dirigente de la entidad, falleció el 23 de febrero pasado. A pedido de esta revista, Pablo Menegol, destacado colaborador del Consejo de Nuevas Tecnologías, y Luis Saez, Secretario de ese mismo organismo, escribieron estas palabras dedicadas a la figura del creador desaparecido, a las que todo el grupo de NT suscribió con la tristeza propia que produce la partida de un compañero de su talla. Los integrantes del Consejo, ante la partida de su entrañable “amigo y maestro”, lo despidieron pues con un afecto profundo y sincero e indican que “seguirá presente, alentándonos y divirtiéndonos con sus historias y con su particular modo de andar por la vida.”

El sentido texto dice así:
“Para quien no haya tenido la fortuna de conocerlo, nos permitimos compartir una ínfima reseña de su vida: cuando en la Argentina nadie utilizaba el concepto sit-com, el Canal 13 de Goar Mestre ya había estrenado más de una comedia de situaciones de media hora de duración en horario nocturno. La idea del programa La Nena fue propuesta por el cubano y ejecutivo de la emisora, Jorge Ignacio Vaillant, luego de un viaje a los Estados Unidos, en donde había visto el programa La Pequeña Margarita, que escenificaba las aventuras de una chica adolescente revoltosa que le sacaba canas verdes (simbólicamente hablando), a su padre viudo. En ese formato se inspiraron para el armado definitivo de La Nena la directora María Inés Andrés y el escritor Salvador Pocho Ottobre.
El dramatis personae se conformaba de este modo: Osvaldo Miranda era un siempre elegante Jerónimo Reyes, el papá de una hiperactiva Margarita (Marilina Ross), y quien completaba el triángulo era su novio Coquito, un personaje que Joe Rígoli interpretaba con eficacia desde la ternura y la inocencia. Ella era una tormenta de travesuras, pero al final de cada capítulo de media hora todo se solucionaba y su papá la perdonaba diciendo una frase que enseguida se hizo popular en la audiencia: «Así no hay corazón que aguante… ¿Qué querés que le haga? Es la nena»… y se escuchaba la pegadiza cortina musical de cierre.
Tanto Rígoli como Miranda componían personajes encantadores y muy queribles, teniendo en cuenta la época y la psicología del público de los años 60. Pero el centro de todo, la generadora de los enredos, era la nena. Aunque también dejaban su invalorable aporte artistas veteranos como Lalo Hartich y Amalia Bernabé, como protagonistas secundarios. Y participaciones especiales en distintos episodios de Carlos Serafino, Luisina Brando, Norberto Suarez, Luis Brandoni y Marty Cosens.
Pero, como ya todos sabemos, porque es lema de trabajo de nuestra entidad, “sin autor no hay obra” y sí, nuestro amigo y Maestro Pocho Ottobre escribió cada capítulo de La Nena, por los que el país literalmente se detenía para verla.
Pocho fue además guionista del Show de Gaby, Fofó y Miliki, La Isla de los Wittys, y muchas obras más que disfrutamos de chicos y deleitaron al público infantil de generaciones. Fue el primer autor de habla no inglesa del mundo en traducir contenidos de Disney, y entre ellos nada menos que Mickey Mouse. Y fue la única persona en ocupar el trono de director del mismísimo Walt, en un gesto donde la transgresión y el humor más irreverente se ponían de acuerdo para sorprendernos y divertirnos. Eso, entre muchas otras cosas, era Pocho: un extraordinario animador y narrador de anécdotas. Parecía que secretamente las animaba con el único y verdadero fin de contarlas. Y vaya si conseguía su cometido: asombrar y hacer reír a un tiempo, a menudo, hasta las lágrimas.
Por añadidura, y un poco a modo referencial, conviene recordar que Pocho recorrió varias veces el mundo, lo que le permitió conocer a todos los presidentes argentinos de su época, al Sumo Pontífice y hasta se dio el lujo de cerrar El Show de Ed Sullivan con un coro de niños argentinos en Nueva York un 24 de diciembre a la noche, allá por los 60.
No sólo fue un brillante guionista. Se destacó además como sensible poeta, narrador y pedagogo, actividades en las que cosechó prestigio, admiración y respeto. Sus libros fueron traducidos a varios idiomas, siendo objeto de estudio y análisis en prestigiosas casas de estudio de todo el mundo, mereciendo reconocimientos destacados, como por ejemplo la Orden Nacional del Mérito en Grado de Caballero, por su aporte de la educación mundial, recibida de manos del entonces Presidente Francés Jaques Chirac.

A pesar de sus conocimientos y de su enorme talento, y como suele ocurrir con los grandes de verdad, era especialmente cultor del bajo perfil y de una proverbial y genuina humildad, condiciones que lo convertían en natural destinatario del cariño y la admiración de quienes lo rodeaban, ya fueran parte de sus afectos más entrañables, ya se tratara de conocidos circunstanciales: a todos y todas cautivaba con su simpatía, sus historias de vida y su notable capacidad de gestión.
Gracias a esa misma capacidad, Argentores fue una de las primeras entidades del mundo en contar con un departamento de Nuevas Tecnologías, cuando la sola mención de este concepto provocaba recelos y abiertos rechazos en las entidades de gestión, que veían en Internet a un temible enemigo, más que una fuente genuina de ingresos para los autores que allí buscaran insertarse laboralmente. Gracias a su prédica y a su obstinación, la entidad cuenta hoy con un Consejo Asesor de Nuevas Tecnologías, integrado por especialistas en el tema, que ha colaborado grandemente con el asesoramiento que permitió concretar convenios de cobro de derechos de autor con las plataformas audiovisuales más importantes del mundo.
Ahora, nos dicen que se nos fue. Ahora, al parecer no lo veremos más. Cuesta creerlo, y, sobre todo, aceptarlo. Lo creíamos eterno, infaltable, infatigable. Pero de alguna manera sigue y seguirá ocupando el lugar que se ganó en nuestra vida y en nuestro corazón. Y esto es mucho más que una frase reservada para las despedidas. Es lo que sentimos todos, muy adentro.
Claro que esta reseña sobre nuestro maestro y amigo no estará completa si no nos referimos a una de las facetas más notables de su obra. Nos referimos a su creación literaria. Ya hablamos de su labor como pedagogo, que quedó reflejada en volúmenes, como ¿Dónde quedó mi Tamagochi? (paradojas de las nuevas tecnologías en la educación), ¡Hagan lío, docentes! y ¡Profe, no tengamos recreo!
Pero, además de un pedagogo notable y transgresor, Pocho fue un poeta enorme, dueño de un estilo rico y personal, donde convivían una mirada compasiva y profunda sobre la existencia, con la relación del hombre con Dios, la madre naturaleza y el misterio de la vida. Como creyente devoto y piadoso que fue, se permitía desde su obra (pero especialmente desde su experiencia de vida) el ejercicio de la reflexión profunda, antes que la reacción apasionada o intempestiva. Lo que no obstaba para que estuviera siempre listo a manifestar su descontento ante la arbitrariedad o la injusticia.
No sólo escribió una poesía intensa y personalísima, transparente y cristalina; por añadidura, se permitió reflexionar sobre el oficio mismo de la escritura en destacadas obras como el incomparable Elogio del autor, reconocida fuente de consulta, tanto de aspirantes a autores como de prestigiosos y consagrados colegas. Baste mencionar que esta obra cuenta no sólo con las reflexiones del propio Pocho, sino también de especialistas destacadas/os en el terreno de la filosofía y el derecho de autor como Delia Lipszyc, José Manuel Pérez Tornero, Roberto Igarza y Alejandro Piscitelli.”
Bernardo Carey
Nuestro tercer homenajeado, en el orden de las fechas en que se produjo su pérdida, es Bernardo Carey, fallecido el 28 de marzo pasado a los 89 años de edad. Además de dramaturgo sobresaliente e individuo de “extraordinaria calidez humana y sensibilidad”, como se lo definió en la noticia que anunció su deceso, Bernardo Carey fue una personalidad muy activa en el mundo teatral, donde participó, junto a otras conocidas figuras, en relevantes iniciativas, como fue la creación en 1990 de la Fundación Carlos Somigliana para el estímulo del autor teatral, de la que fue secretario, o el impulso a la renovada actividad del nuevo Teatro del Pueblo, en cuyo consejo directivo y artístico estuvo desde 1995. Desde 2004 se desempeñó también como tesorero y luego vicepresidente de la Junta Directiva de Argentores, donde recibió el Gran Premio de Honor en Teatro en 2018.

En esa actividad en la Fundación Somigliana, precisamente, y en otros aspectos de su tarea, lo evocó su colega y dramaturgo Roberto Perinelli en unas palabas que le solicitó Florencio y en el que lo caracterizó así: “Bernardo Carey era un hombre muy influido por la generación del 50. Tuvo habitual contacto con los hermanos Ismael y David Viñas; León Rozitchner, Juan José Sebreli, casi cotidiano por su condición de vendedor de la librería Santa Fe, donde esos intelectuales iban a comprar libros (algunos dicen, también a robarse alguno que otro). Cuando Bernardo hablaba de estos tiempos, y de esta tarea, se advertía un tono de agradecimiento. Siempre sospeché, y nunca le comenté (de las tantas cosas no comentadas, uno cree que habrá tiempo, que la muerte jamás va a llegar), es que hubiera sido un gran librero, de los de antes. La vida, por fortuna larga para él, lo llevó para otras partes, primero a la literatura y luego al teatro. Poco, muy poco, hablamos de esos comienzos literarios.”
“También –siguió Perinelli- sentí su renuencia para tratar ese tema, como si el recuerdo de su primer libro de cuentos, El tarro de dulce, que a mí me había impresionado a él le pesaba mal. Nunca entendí por qué y hoy es otra cosa para renegar por no habérselo preguntado. Yo siempre tuve presente el cuento, título del libro publicado en 1958, fascinado por ese acto atroz de un empleado resentido que se acerca a la máquina e introduce vidrio trizado en los frascos que se iban llenando de dulce. Pero, insisto, Bernardo no quería hablar de eso, sino de teatro, que lo había enamorado. En 1979 estrenó Cosméticos, su primera pieza en subir al escenario, y en adelante, sólo se dedicó a la dramaturgia, escrita, analizada y enseñada en unas cátedras a su cargo en la Escuela Nacional de Arte Dramático. Cosechó premios y distinciones, ninguna, creo yo, a la altura de su condición de miembro fundador de la Fundación Carlos Somigliana, acto compartido conmigo y otros autores y autoras, en los 90, para recuperarel mítico Teatro del Pueblo, cosa que logramos. Lo dedicamos a la dramaturgia nacional, algo entrañable para todos, sobre todo para Bernardo, un patriota (palabra desusada pero que necesito usar en este caso) de los de antes que, como los de antes, y aunque resulte un dato banal e ingenuo, acaso lo es, de patriota que era nunca compró dólares para ahorrar.”
Nacido en Parque Patricios en 1934, Carey se formó inicialmente en el mundo artístico en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano y Prilidiano Pueyrredón (1954-1958) y más tarde, ya vinculado al ambiente teatral, en el taller de Hedy Crilla (1976-1979). Intervino en distintos grupos teatrales (La Calle, 1957; Teatro de Cristal, 1980; y Signo, 1982), y durante dos años conformó un nuevo grupo que, entre otros, integraron Susana Rinaldi, Héctor Gióvine, Alberto Busaid, Alfonso de Grazia, María Cristina Laurenz y otros, quienes se congregaban para ensayar en el caserón de la calle Caseros 2034, en Parque Patricios, su barrio y donde él vivía. Allí también funcionaba un ateneo político con el teórico Ismael Viñas a la cabeza, en el que se realizaban reuniones de discusión literario-filosófica e, incluso fiestas de casamiento, como fue la de Oscar Masotta con su primera mujer, Nené. Por fin, entre tantas opciones, y luego de un fugaz paso por la TV en Historias de jóvenes, dirigida por David Stivel, Bernardo se decidió en ese momento (1958) por la narración. Para vivir y poder casarse con su novia de barrio, Lucila Behocaray, trabajó en la Banda Municipal y se hizo cargo del turno nocturno de la mítica Librería Santa Fe de los años 60/70.
En narración, y bajo el hechizo de tres de sus escritores preferidos, Faulkner, Hemingway y Chandler, escribió distintos cuentos y su primera novela, Adiós a la izquierda, cuyo título recuerda, según él mismo dijo, a El largo adiós, del último de los autores mencionados. El segundo intento en ese género lo coronó con La gran peste, recomendada en 1976 en los concursos de la Fundación González Cadavid y Universidades Populares Argentinas. Pensaba editarla en la editorial Sudestada, dirigida por Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde, pero en esos días el primero de ellos murió fusilado en plena calle por la Triple A. Presentó el manuscrito a Daniel Divinsky, quien no se atrevió a publicarlo porque sufría por entonces un absurdo juicio por obscenidad. Decidió entonces dejar, al menos por ese tiempo, la narración y comenzó a probar con los textos teatrales. Lo primero que escribió en ese género fue El sillico de alivio, que no convencía a sus antiguos amigos actores y sí al director Julio Ordano, quien lo invitó a trabajar en su taller ya producido el golpe cívico-militar de 1976.
El sillico de alivio, su obra inicial, pero no su primer estreno, había empezado a gestarse bastante antes, en una etapa en que el autor estaba deslumbrado por los escritores de la Escuela de Frankfurt e influenciado por Foucault y Hauser entre otros. Tenía treinta personajes, lo cual era ya, aún en esa época, una dificultad grande para llevarla a escena. Y duraba además tres horas. Finalmente, la estrenó en 1985 en el Teatro General San Martín. En esa obra trabajó con datos históricos documentados para escenificar la lucha entre el contrabandista Figueroa con el primer obispo que tuvo Buenos Aires en 1623. Se trataba, como el propio autor aceptaba, de un material “cuasi literario”, fruto de una investigación histórica de fuentes heterogéneas y con el propósito de reflejar, en sus palabras, “la historia real de la lucha de poderes en el Río de La Plata”. Y lograr un teatro que, uniendo distintos hechos económicos, sociales y políticos, encontrara a través de la ficción otras voces que pudieran iluminar aspectos de la vida y la realidad que no siempre aparecen en la superficie de los relatos oficiales. La obra recibió cinco premios de distintas instituciones, uno de ellos de Argentores. No obstante, Carey recibió muchos otros premios bien detallados en la cobertura de la web.
Su primer estreno teatral, como ya se dijo, fue Cosméticos, en 1979, bajo la dirección de Julio Ordano, donde aborda el mundo femenino. Como él dijo de la obra: “Me interesó reflejar un mundo condicionado lo menos posible por el hombre (…) yo aspiro a que sea un mundo compartido (…) Casi lo que más rescato de este siglo que nos toca vivir, es el adelanto de la mujer, pero todavía no hemos llegado a un buen término medio: todavía el hombre lo vive como una agresión y la mujer como una venganza.” A Cosméticos le siguieron El fin de la ilusión (1980) inspirada en la obra El juguete rabioso, de Roberto Arlt; y Cándido (1981), inspirada en Voltaire; Don Miseria y Margarita o nuestro Fausto y su diablo (1982); Encuentro casual (Teatro Abierto 1982); El hombre de yelo (1983); Los dos ladrones (1986); Patagónicas (1987); Inocentes (1990); Mate amargo y Florita, la niña perseguida (1991); La Transa y El banquete (1993); La salvación eterna (1993), en colaboración con Roberto Cossa, Marcelo Marán y Eduardo Rovner (1997); Juan Quiniela (1997); Homero (1998); Bar/Grill (2001).
En El hombre de yelo, Carey ensaya una nueva veta expresiva, al manejar con gran libertad y en forma original una mixtura entre el esperpento de Ramón de Valle Inclán y el teatro del absurdo. En ese texto afloran distintas miserias, desequilibrios mentales y la crueldad en las relaciones interpersonales. En 1983, el autor diría aludiendo a esta línea de trabajo: “Me interesa la realidad exacerbada, la realidad que narro es la del espejo que deforma para que nos veamos tal cual somos”. Y más tarde, en 1990: “Desde mis sátiras épicas hasta mis piezas intimistas, mi teatro se caracteriza por una visión desesperanzada del mundo y de los conflictos humanos. Mis temas, tratados con ácido humor y rijosa actitud, tienden a mezclar conductas opuestas y a acentuar con intención las contradicciones de los personajes, presentando comúnmente al individuo desde un ángulo que no lo favorece. Practico un teatro de relaciones descarnadas donde la historia no trata de probar una tesis –no hay que probar nada- sino patentizar mi concepción del fracaso, lindante con la culpa y pecado e inserta en la, para mí, decadencia general de la sociedad.”

Bernard Carey, además de las adaptaciones realizadas durante su trabajo en el taller de Julio Ordano ya mencionadas, realizó varias otras en distintas ocasiones. Entre ellas se destacaron la de El Quijote (1995), adaptación libre de la novela cervantina; otra de la novela Capitanes de la arena, del brasileño Jorge Amado; y con texto propios y de Osvaldo Lamborghini, e inspirándose en el folletín homónimo Hormiga Negra, de Eduardo Gutiérrez, la reelaboración del mito popular del gaucho que se rebela contra la injusticia institucionalizada. Al mismo tiempo, tuvo una destacada participación en distintos emprendimientos en el campo del teatro musical: creó a Don Juan Milonga, ópera-tango con música de Luis Borda; La magia de la Camerata Bariloche (1995), espectáculo musical de ese ensamble; Discepolín y yo (2003), en colaboración con Betty Gambartes; Fuego en Casabindo (2004), ópera de Virtú Maragno, cuyo texto basado en la novela homónima de Héctor Tizón escribió en colaboración con Eduardo Rovner. Todo eso acompañado de la publicación de distintos artículos de crítica y teoría y de las ficciones aparecidas en diversas revistas. Una producción, en suma, vasta y sustanciosa, con la que saldó con creces su idea de que el arte, en cualquiera de sus expresiones, debe estar comprometido con el destino del hombre.
5 / May / 2023