Revista Florencio
EDUARDO RINESI Y EL CICLO ROMANO DE SHAKESPEARE
Además de filósofo, politólogo y docente de larga trayectoria (es profesor de distintas materias en la Universidad Nacional de General Sarmiento, adonde también fue rector entre 2010 y 2014, en la UBA y en el Colegio Nacional Buenos Aires), Eduardo Rinesi es también autor de una amplia y enjundiosa producción teórica vinculada al pensamiento social en la que, entre otras vertientes, brilla una vinculada al estudio de la obra de Shakespeare, empezando por su ya consagrado libro Política y tragedia. Hamlet entre Hobbes y Maquiavelo, y siguiendo con Las máscaras de Jano, Muñecas rusas, Actores y soldados o Restos y desechos, sin contar, claro, otro abundante material bibliográfico que gira –dentro de una tesitura que nunca abandona lo social- por fuera del universo del poeta inglés. Durante la pandemia, y ya publicado en 2012, hizo otro aporte muy importante a esa saga abordando el ciclo romano en la obra de Shakespeare, en un ensayo que tituló ¡Qué cosa, la cosa pública!, y donde Rinesi introduce el bisturí a fondo para reflexionar sobre los distintos modelos de república aplicados en la antigua Roma, tal como aparecen en un ciclo de cinco piezas de Shakespeare constituido por cuatro obras teatrales y un soneto. Modelos que a través de la historia y hasta la actualidad siguen en disputa para ver cuál es el más adecuado para cada sociedad. Según explicó Rinesi en la entrevista que siguen a estas líneas, su acercamiento a este fenómeno está lejos de ser un ejercicio de erudición antigua, sino que está inspirado en la convicción de que esa discusión sobre qué es o qué debe ser realmente una república es hoy un tema fundamental de la discusión política argentina de las primeras dos décadas del siglo XXI. Oigamos entonces cuáles son las repuestas dadas por él a la revista Florencio.
¿Cómo surgió en vos la idea de escribir ¡Que cosa, la cosa pública!, uno de tus dos libros aparecidos en el último tiempo?
Hace muchos años que vengo pensando que la tragedia (pero también la comedia, claro, y también el drama, esa cosa híbrida entre comedia y tragedia que inventa Shakespeare) tiene muchas cosas para decirnos sobre la política. Y muchas veces cosas más interesantes que las que tienen para decir la teoría política o la ciencia política más convencional. Por muchas razones: porque la tragedia lidia con el conflicto, que es la materia prima o uno de los principios constitutivos de la política, porque la tragedia constituye una reflexión sobre la precariedad y la fragilidad de la existencia individual y colectiva, y porque la tragedia nos enfrenta siempre a lo que la sociología ha llamado “los efectos no deseados de la acción”: hacemos una cosa y provocamos, con nuestra acción, efectos que no habíamos esperado. Lo vemos en la tragedia antigua, y por supuesto, en la moderna también.
Los antiguos lo identificaban con una suerte de destino inevitable del ser humano.
Claro. Por estos motivos y porque la política está llena de esas cosas (de conflictos, de fragilidad, de contingencias, de efectos no deseados de la acción) a mí la tragedia me sirve mucho para pensar la política. La comedia también, claro. Te diría: por razones opuestas. Porque si la tragedia es una forma narrativa para contar historias sobre cómo se imponen sobe nosotros las fuerzas que los hombres no controlamos (las fuerzas de Dios o de los dioses, del destino o de lo que sea), en la comedia, al revés, somos los humanos los que les hacemos pito catalán a los dioses y nos salimos con la nuestra. Pero me gustaría agregar que hay otra razón por la que por lo menos algunas tragedias o comedias nos interesan para pensar la política, y es que, sencillamente, son tragedias o comedias que tienen como materia, como asunto propio, la política. La política, quiero decir, la historia política efectiva, real, de determinados pueblos. Shakespeare se ocupó, en varias de sus obras, en dos “ciclos” de obras, de la historia de dos pueblos que le interesaban mucho. Uno era el suyo, Inglaterra. Shakespeare escribió una serie extraordinaria de ocho piezas sobre la historia de los reyes medievales, que es muy importante en la auto comprensión de los ingleses modernos de su propio pasado. Son Ricardo II, Enrique IV en sus dos partes, Enrique V, Enrique VI en sus tres partes y Ricardo III. Esa saga de ocho piezas, a las que uno podría agregar antes El rey Juan, sobre Juan sin Tierra, y después Enrique VIII (lo que las haría en total diez piezas), son geniales, son grandes reflexiones de Shakespeare sobre cómo se construye un Estado, sobre el problema de la lengua nacional, sobre el lugar de la rebeldía y de la insolencia frente a los poderes establecidos, sobre la comprensión del poder derivado de una fuente trascendente (de Dios, por ejemplo), que era como pensaba el poder Ricardo II, o de las luchas políticas y del fundamental apoyo de los pueblos a sus soberanos, como entendió bien Enrique V. En fin: esas piezas son muy interesantes para pensar la política porque tratan sobre la política inglesa efectiva, por supuesto que con todos los recursos dramáticos con que Shakespeare reescribe la historia inglesa, que son tan potentes que hoy nos hacen muy difícil imaginarnos la historia inglesa de un modo distinto al modo en que Shakespeare la escribió. Todos imaginamos que Ricardo III dijo: “Mi reino por un caballo”, y todos imaginamos las discusiones entre el príncipe Hall y su papá tal como Shakespeare las escribió. Y, por supuesto, todos nos fascinamos con ese personaje hermoso de esas piezas inglesas de Shakespeare que es Falstaff, uno de los personajes más extraordinarios de toda la dramaturgia shakesperiana. Junto con Hamlet. Creo que a Harold Bloom, el crítico norteamericano especializado en la literatura de Shakespeare, si lo ponías entre la espada y la pared, se quedaba con Falstaff.
Con él, Verdi hizo también una ópera maravillosa.
Claro, y nuestra propia mirada es también inseparable de esa ópera. Falstaff es un personaje que nos permite pensar la ruptura de lo que solemos llamar modernidad con un orden medieval y un modo pre-moderno de comprender las cosas, pero al mismo tiempo un tipo de comprensión de las cosas que la modernidad ya instituida ya no podía soportar. Por eso el príncipe Hall se hace amigo de Falstaff, aprende de él (de su experiencia, de su sabiduría) las costumbres y el lenguaje del pueblo. Visita con Falstaff todas las tabernas, los caminos y los burdeles, pero después, a la hora de los bifes, cuando se convierte en rey, le tiene que dar la espalda. Una situación tremenda, dolorosísima. En fin: el tratamiento que da Shakespeare a la historia inglesa, que él leyó (conocía por los libros que circulaban en su época, que no eran tantos: un puñado), es fantástico. A mí me gustaría en algún momento escribir sobre ese ciclo inglés. No, por supuesto, para competir –sería imposible e inútil– con cuatro siglos de lecturas eruditas que los ingleses vienen haciendo sobre él, sino para pensar (que es lo que siempre trato de pensar en Shakespeare) qué es lo que de él nos puede servir a nosotros.

Bueno, además de otros trabajos tuyos sobre Shakespeare, ahora has abordado, en este nuevo libro, el ciclo romano.
Que es el otro “ciclo histórico” de los dos de los que hablábamos. A Shakespeare le interesó la historia inglesa, porque era la historia de su país, y le interesó la historia romana, por la simple razón de que a todo el Renacimiento le interesó esa historia. En efecto, el Renacimiento reflexiona sobre la política, el pensamiento, la cultura, el poder, la tiranía, con el modelo de la historia romana. De Tito Livio, de Tácito. A Maquiavelo, que era más republicano, le interesaba Livio. A Hobbes, que tenía una comprensión del poder más absolutista, le interesaba más Tácito, que es el historiador del Imperio, y no de la República. Shakespeare, cronológicamente “a mitad de camino” entre ambos, construye o reconstruye la historia romana tomando cuatro momentos fundamentales. El primero es el de la inauguración de la república romana con la expulsión de los Tarquinos, que está en Tito Livio, y que Maquiavelo había aprendido allí y discutido en sus Discursos. El segundo es el de la afirmación de Roma como una república, luego de la expulsión de los Tarquinos y a partir de la expulsión de otro personaje muy arrogante y soberbio, que se llamaba Coriolano. Esto se produce en un momento signado por las fuertes luchas entre los patricios y los plebeyos, en la que aparece la figura de los tribunos de la plebe, que es muy importante, y con ella se termina de configurar el modelo normativo y legal de la Roma que conocemos. El tercer momento es el del asesinato de Julio César, y todas las discusiones en torno a ese hecho, que por cierto eran importantes y abundantes para la época en que Shakespeare recrea ese episodio. Hace poco salió un libro de un académico francés, Thierry Sol, que se llama ¿Había que matar a César? Un trabajo de una erudición infernal. Lamentablemente no está traducido al castellano. Es un estudio de la discusión entre Dante y Maquiavelo sobre la legitimidad o no legitimidad del argumento antitiranicida que exponían los jóvenes de la elite senatorial para justificar su crimen. Es un libro hermoso, que revela la fuerza de ese momento de la historia romana en el Renacimiento europeo. Y el cuarto momento, por supuesto, es el fin de la República y la instauración del Imperio, que sucedió al asesinato de Julio César, e incluye las disputas de Marco Antonio y Octavio y las idas y venidas del buen Antonio entre la seducción del trono y el exotismo oriental. Toda esa etapa Shakespeare la refleja en Antonio y Cleopatra. Que es una obra extraordinaria, y que es una de las grandes obras literarias en las que Occidente pensó su relación con Oriente, en una saga que podría arrancar en la Ciropedia de Jenofonte y llegar a Gramsci, pasando en el medio por Hegel, por Marx y antes que ellos por el Montesquieu de Las cartas persas. Pero me parece que algo de todo eso está también acá en el modo que Shakespeare plantea la relación entre Occidente y Oriente, entre el poder y el amor, y ciertamente, en ese contrapunto extraordinario que anima toda la pieza, que es el contrapunto entre el enamoradizo Antonio y el implacable Octavio, que no se distrae en tonterías, que no pierde el tiempo con chicas y se queda con todo.
¿Precisamente cuáles son piezas shakesperianas que tomás como base del análisis de tu libro?

La primera de ellas es un poema: La violación de Lucrecia, y las otras tres son tragedias, o dramas, o dramas históricos, como se las quiera llamar: Julio Cesar, Coriolano y Antonio y Cleopatra. El poema sobre Lucrecia es una obra impresionante, hoy muy revisitada por la crítica shakespereana feminista, que por cierto es en los últimos tiempos un capítulo valiosísimo y muy destacado del análisis que se viene haciendo desde hace mucho sobre la producción de Shakespeare. Hay unas académicas que en los últimos años han publicado unas cosas extraordinarias. Una se llama Marlene Tronicke, y escribió un libro magnífico que se llama Los suicidios de Shakespeare, donde estudia las determinaciones de género sobre el suicidio y las convenciones del teatro inglés de la época sobre los suicidios femeninos y masculinos: los femeninos, en general, por ahogamiento, inmersión o envenenamiento; los masculinos, en general, más viriles, por medio de armas blancas. Pero lo que esta mujer muestra también es que, al mismo tiempo que Shakespeare conoce muy bien esas convenciones, las viola todo el tiempo. A Romeo lo hace tomar veneno, “femeninamente”, y a Julieta la hace clavarse, “virilmente”, digamos, un puñal. El campo de la crítica shakespeareana feminista es enorme, y nos ayuda a entender lo que ocurre en cada época. Cada época vuelve sobre Shakespeare para intentar analizar temas que en Shakespeare estaban, pero que, al mismo tiempo, él no podía pensar en los términos en que los podemos analizar hoy. La discusión de si Shakespeare era o no feminista es un poco tonta. No me parece relevante, porque la palabra misma no tenía sentido en esa época, y eso nos obliga a formular la pregunta de otro modo, pero es cierto que todo lo que hoy hemos aprendido a pensar gracias a los feminismos o al gran movimiento de mujeres, y diría de también de las diversidades, nos permite hoy abordar a Shakespeare para retomar temas que ya están allí, que ya estaban allí, pero que hoy exigen otro análisis o tratamiento. Eso es extraordinario.
La violación de Lucrecia es un suceso narrado, originalmente, por Tito Livio, ¿no?
Es un episodio sobre el que nadie sabe nada, o nadie sabe mucho. Está narrado por Tito Livio, efectivamente, está apenas mencionado por Tácito, Ovidio lo menciona también, por supuesto. Se trata de la violación de una jovencita de la elite romana, esposa de un soldado romano, por parte de uno de los hijos de Tarquino, el brutal Sexto Tarquino, quien, prendado de la belleza de la chica, aparece una noche por la casa y la somete, provocando la desesperación de ella y su decisión de suicidarse, pero también, en un acto que de alguna manera anticipa la decisión de Ofelia en Hamlet, que es una obra posterior de Shakespeare, de suicidarse frente a un público. Lucrecia (como después Ofelia) se suicida para que aquellos que pueden actuar, los varones, actúen, para moverlos a la acción. Se mata con un puñal, y ahí ocurre algo extraordinario. Al sacar Bruto el puñal de su cuerpo aparecen dos vertientes de sangre de distintos colores: uno expresando la pureza de su alma, otro la corrupción de su cuerpo por causa de la violación. En ese poema aparece, en un papel que solo se vuelve relevante al final, pero tiene mucho peso en la historia de Roma, el primer Bruto, el joven Bruto, que es un sobrino de Tarquino, que finge locura. Es interesante, porque no es un invento de Shakespeare, sino un dato de la historia, pero que concuerda con lo que sucede en Hamlet, donde el sobrino del rey se hace el loco esperando que le llegue su hora para actuar. Este Bruto (para quien esa hora llega con el suicidio de Lucrecia) es aludido en un pasaje muy importante de Julio César,en el primer acto de la obra, en lo que se ha llamado “la seducción de Bruto” por parte de Casio. Bruto es tentado por Casio a encabezar la conjura que va a terminar con la vida de César, y lo que Casio le dice a él es que su nombre tiene una historia. Hubo una vez –le dice– un Bruto que fue capaz de cargarse un tirano. ¿Vos vas a estar a la altura de lo que significa ese nombre?

Lo aguijonea con el recuerdo de aquel Bruto.
Es muy interesante ese juego de remisiones que se van haciendo en las piezas de Shakespeare: Julio César, que es de 1599, remite a La violación de Lucrecia, que es de 1592.Pero tan interesante como eso es que dos años después, en 1601, en Hamlet hay una muy divertida alusión a Julio César que a mí me llamó mucho la atención y me hizo pensar mucho en el personaje de Bruto de Julio César en analogía con el personaje de Hamlet. Es un pasaje en el que Hamlet tiene una conversación con el estúpido de Polonio y le dice: “Señor, vos fuiste actor de joven, según me dicen”. “Sí que lo fui, mi señor, y era considerado un buen actor”, contesta Polonio. “¿Y a quién representante?, le vuelve a preguntar Hamlet. “Hice de Julio César”, agrega el padre de Ofelia. “Bruto me asesinaba en el Capitolio”. Y Hamlet, haciendo un juego de palabras, afirma: “Pero qué cosa más bruta, asesinar así a un sujeto tan capital”. Lo divertido de ese chiste, más allá del juego de palabras, es el he hecho de que el actor que en Hamlet hacía de Polonio era el actor que dos años antes, en 1599, había hecho, en el mismo escenario, de Julio César. Y que en el actor que en 1601 hace de Hamlet, y que es el que recuerda esa situación, dos años antes había hecho de Bruto. Es una especie de chiste interno, para el espectador que había visto las dos obras con dos años de diferencia, que seguramente se debía morir de risa. Más todavía cuando, no mucho después de esa escena, el actor joven le encajaba una puñalada al actor viejo, que ahora, convertido en Polonio, se escondía detrás de un cortinado en la habitación de la madre de Hamlet. El actor viejo estaría podrido de morir apuñalado en todas las obras.
Shakespeare introduce esas escenas aún en los momentos más trágicos de una obra.
Es así. Introduce bufonadas, o bufonerías, incluso en sus obras más tremendas. Uso a propósito esta figura de las bufonerías, del bufón. Shakespeare trabaja mucho con el personaje del bufón, importantísimo en sus obras. En Rey Lear es fundamental. Los bufones son fundamentales en Shakespeare. Pero, además, no solo son importantes, sino también diferentes. Hay diferencias entre ellos. Hay grandes bufones (en cierto sentido Falstaff es uno de ellos, y por cierto el actor que representaba a ese personaje en la obra de Shakespeare era un gran bufón muy conocido por el pueblo en ese tiempo, y eso le daba mucha potencia a ese personaje), pero, además, Shakespeare hace algo extraordinario: convierte al bufón en una figura interna, como en un pliegue interno, en una cara, en una “parte”, de muchos otros personajes. En el teatro inglés había lo que los ingleses llaman “stock characters”: el loco, el príncipe vengador, el rey ambicioso, la bella heredera. Shakespeare los conocía bien, y los usaba. Pero también los combinaba, los mezclaba. Como hace con Hamlet. Que es un poco de un montón de cosas: un poco príncipe, un poco actor, un poco intelectual melancólico, un poco bufón del rey. Esa mezcla les da a los personajes de Shakespeare una gran densidad subjetiva, que no existía en los personajes del teatro anterior, de “roles” muy establecidos. Ni menos, claro, en el teatro antiguo, donde los personajes eran eso personajes (persona, que viene del latín, quiere decir máscara: pura exterioridad), no sujetos. Shakespeare inventa a los sujetos detrás de las máscaras y lo hace por esa vía de mezclar. Polonio tiene mucho de bufón. Hamlet también. Pues bien: lo que decía es que, a través del diálogo bufonesco entre estos dos personajes, una obra remite a otra, anterior: Hamlet remite de algún modo a Julio César, y Julio César, a su turno, remite a La violación de Lucrecia.

¿Y qué ocurre con Coriolano?
Bueno, allí, en el medio de la historia romana, entre la expulsión de los Tarquinos, como reacción por la violación de Lucrecia, y el asesinato de Julio César, hay un episodio muy interesante que se relaciona con la vida de Coriolano. Shakespeare le dedicó una pieza a ese personaje, que es un personaje relativamente menor de la historia romana, menos importante que los otros de los que hemos hablado, pero sin duda un personaje interesante para pensar la reacción aristocrática contra el proceso de democratización de la república romana, el desprecio por la chusma, por los plebeyos, por el bajo pueblo. La república romana nace, con la expulsión de los Tarquinos, como una república muy aristocrática, donde el pueblo no tiene ninguna representación y los que gobiernan son los cónsules y el Senado. Frente a esa situación, y al agravamiento de la lucha entre aristócratas y plebeyos, entre ricos y pobres, los plebeyos comienzan a exigir representación política en las instituciones de la república. No sin conflictos (eso lo estudia Maquiavelo), logra crear una institución bien conocida: la de los tribunos de la plebe. Es la historia –podríamos decir– de la prehistoria de nuestros diputados, de la cámara de los representantes en Estados Unidos, de los comunes en Inglaterra, o sea, de los representantes del bajo pueblo frente a los representantes de la elite. La aristocracia más intransigente rechazó siempre a esos personajes, y un emblema de ese rechazo es Coriolano, un aristócrata absolutamente antipopular.
Un personaje que no ocultaba en ningún momento su odio por el pueblo.
Al contrario: le expresaba su odio a la gente del pueblo sin ocultarlo. Les decía ratas, gusanos. Es muy interesante, y hay muchos estudios sobre esto: sobre la zoología del desprecio en Coriolano. Y esa pieza es por eso interesante en el marco más general de la historia romana, que se cerrará varios siglos después tras el asesinato de Julio César, que derivó a su vez en el estallido de la guerra civil y luego en el encumbramiento de Octavio, es decir, en la aparición del Imperio. Es el tema de esa obra extraordinaria que comentábamos, que es Antonio y Cleopatra. Y que es quizás, de las cuatro de la que me ocupé, la mejor: una verdadera sinfonía, con muchos personajes de un gran relieve. Allí hay dos personajes atormentados, torturados, que son los protagonistas, Antonio y Cleopatra. Sus diálogos son increíbles por lo reveladores. Con ellos pasa algo muy interesante: son la única pareja –una de las dos parejas, digo mejor: la otra es la de Romeo y Julieta– en la que ambos mueren suicidados y ambos sobre el escenario. Son suicidios on stage, y no off stage, como el de Ofelia, o como el de Porcia, la mujer de Bruto. Son los suicidios de los dos integrantes de la pareja protagónica. En Romeo y Julieta con la rareza que ya comentamos: que Shakespeare lo hace suicidar a él bebiendo veneno, como lo haría una mujer, y a ella virilmente, clavándose un puñal. En Antonio y Cleopatra, no. Ahí Shakespeare respeta las convenciones del teatro de su época y lo hace suicidar a él con un puñal y a ella con el veneno de un áspid, en su trono, en toda su gloria y vestida con sus mejores galas. Es interesante la comparación entre estas dos piezas. Creo que es Harold Bloom quien dice que en Romeo y Julieta el amor es absolutamente puro y no es el problema, el problema es el mundo. Romeo, Julieta y Shakespeare son jóvenes cuando el autor escribió la obra. Antonio y Cleopatra es una obra de dos personajes maduros escrita por un autor también maduro, que sabe que el mundo es un problema, sí, pero el amor también. Que el amor no es lo que está bien en un mundo que está mal, sino que está lleno de recelos y problemas. Los diálogos de Antonio y Cleopatra son impresionantes, porque son el intercambio entre dos amantes y a la vez entre dos enemigos políticos y militares. Una maravilla. En fin: con esa pieza se cierra el ciclo, y lo hace de un modo que deja en evidencia un hecho que en su momento llamó la atención de Hegel cuando estudiaba, no las obras de Shakespeare, sino la historia efectiva de Roma: al final, a los salames de Bruto y de Casio el tiro les salió por la culata. Quiero decir: los tipos achuran a Julio César pretextando no soportar (o quizás, quién sabe, no soportando) el poder concentrado en uno, y terminan por llevar a Roma a una guerra civil que termina conduciendo al poder más concentrado del que se tenga noticia, que es el del emperador, el del Imperio. Procurando combatir la tiranía, los tipos crean las condiciones para el advenimiento de algo mucho peor. Si los hombres, en la historia, deben ser juzgados, como decían Maquiavelo, Hegel y Max Weber, por los resultados de sus acciones, y no por sus buenas intenciones, lo menos que se les puede decir a Bruto y Casio es que nos deben una explicación. Lo interesante es, sin embargo, que Bruto y Casio pasaron a la historia como paladines de la república, no como tipos que nos deben una explicación por haber creado las condiciones para empeorar todavía más las cosas. Por supuesto que Hegel no cree que Roma se convirtió en un Imperio debido a la torpeza de Bruto y Casio. Lo que dice es que Roma hacía tiempo que necesitaba convertirse en un Imperio y que la inconciencia de Bruto y de Casio es la que crea las condiciones para que la historia se realice en los términos que ella quería. Esa es la ironía de la historia de la que nos habla Hegel, la razón oculta atrás de la conciencia de los propios protagonistas. A mí me interesaba esa discusión, y un poco este libro es el resultado de mi interés por esa discusión, que es la discusión acerca de las razones que dan Bruto y Casio para justificar el asesinato de Julio César en nombre de una república que ese hecho contribuye a destruir. Y esa discusión me interesa porque es la discusión más argentina que uno se pueda imaginar. Este libro no es un ejercicio de erudición antigua, es un modo de acercarme a la discusión sobre ese asunto fundamental de la discusión política argentina que es la república, quizás el gran tema de la discusión política y la teoría política en la Argentina en el siglo XXI. Porque, en efecto, si en los últimos años del siglo XX, en la política y en la teoría política argentinas, se discutió el problema de la democracia, en las dos primeras décadas del siglo XXI lo que se discutió es la república.

¿Y en qué términos crees que se ha dado esa discusión?
Y: yo creo que se lo discutió en términos absolutamente antipopulares y sesgados. Se pensó en la república en los términos de una, pero solo una, de las dos sub-tradiciones que se disputan, desde hace dos mil y tantos años, el sentido mismo de esa idea, que es la sub-tradición que propone una república aristocrática, una república de una élite, gobernada por una élite y para una élite, y por lo tanto una república contra el pueblo y contra sus líderes, y no la tradición que, en cambio, postula una república más democrática, y que no tiene grandes problemas con los líderes del pueblo por la sencilla razón de que no tiene grandes problemas con el pueblo. A mí me pareció que esa era la discusión que había que proponer aquí en la Argentina. El libro tiene un interlocutor que es muy visible y que aparece todo el tiempo, que es un amigo, un gran filósofo argentino que se llama Andrés Rosler, que escribió un libro sobre la cuestión republicana donde una y otra vez vuelve sobre la figura de Julio César, pero en realidad para tomarles la palabra a Bruto y a Casio y no para examinar con el rigor que a mí me parece necesario las consecuencias que produjo ese republicanismo antipopular. De modo que en el fondo lo que me parece que hay en la visita a estas cuatro piezas de Shakespeare es un intento de pensar en otros términos la cuestión republicana en la Argentina.
¿Y qué punto, dentro de esa discusión, crees que hoy tendría como mayor prioridad?
A mí me parece muy importante, hoy, en la Argentina, redefinir los términos de la relación entre republicanismo y populismo. Hay un cierto modo de pensar esa relación que hace del populismo el enemigo de la república, y hay otro modo de pensar ese tema que piensa al populismo como el nombre del republicanismo popular, hoy, en América Latina. Y a mí me interesa esa tradición. Y me interesa analizar esa tradición junto con un problema que, por supuesto, no es un problema sencillo, y que sin duda hay que pensar críticamente, que es el problema de los líderes del pueblo. Creo que cuando los sectores más antipopulares de la vida política latinoamericana expresan su desprecio por los líderes del pueblo, lo que en el fondo expresan es su desprecio por el pueblo. La diferencia es que una mirada sobre la república más atenta a ese pueblo, a ese “demos”, una mirada sobre esa república, en fin, más democrática, tiene que pensar el lugar que en la construcción de la cosa pública tienen los líderes populares en América Latina. Esa la discusión que, de algún modo, intento plantear en este libro.

¿Cuál dirías que es la relación entre república y democracia?
Son dos palabras muy antiguas. La idea de república alude a la cosa pública, un espacio común, un campo compartido, que el republicanismo siempre supo que es un campo de batalla, una cosa común, pero peliaguda, un campo compartido, pero la vez de conflicto, de fuerzas enfrentadas. Me parece que, en ese contexto, la democracia es una apuesta en favor de que en esa batalla, en esa puja, la fuerza del “demos”, del pueblo, ocupe un lugar dominante. La palabra democracia no era, para los antiguos griegos, una buena palabra. Aristóteles decía que en la medida en que la mayoría del pueblo, en todas las ciudades conocidas, era pobre, el gobierno del pueblo podía correr el riesgo de convertirse en el gobierno de una clase, la clase de los pobres. Y eso es tan malo para la república, a la que él no llamaba república sino politeia, como el tipo de gobierno en el que gobiernan solo los ricos, los oligarcas. Entonces, siempre la democracia fue mirada con recelo por la filosofía política. Lo que me parece es que, a lo largo de los siglos, en la historia de Roma, la república se fue volviendo crecientemente democrática. Por eso es tan revelador Coriolano: porque allí se narra el proceso de conquistas democráticas en el interior de una república, que no comienza siendo democrática, sino muy elitista, y luego se va volviendo más popular, al punto que, en la época de Julio César, era tan popular, que los representantes de la elite (y de algún modo uno podría decir que Bruto y Casio eran como los herederos de Coriolano) no se lo bancan más y dicen, y se dicen: no, hay que achurar al líder. Tratando de responder a tu pregunta, diría: me parece que la democracia es una modulación posible dentro de un gobierno republicano. Los gobiernos republicanos pueden ser más aristocráticos y minoritaristas, o pueden ser democráticos y populares. Yo prefiero estos últimos. En la tradición del pensamiento occidental y de la historia de las instituciones políticas este tema es siempre motivo de una disputa política. Y en la realidad argentina eso es claro: hay un sector de la vida política que expresa a unos sectores sociales y otro que expresa a otros. Hay mecanismos y procedimientos a través de los cuales se estimula la participación del pueblo, del “demos”, en la cosa pública, y hay otros mecanismos de representación y delegación, que separan al pueblo del ejercicio de la soberanía. Siempre se está en un terreno de discusión. Y creo que poder pensar de un modo interesante la cosa pública, la república, es no hacernos los distraídos respecto de esa discusión, de ese componente conflictivo que tiene el concepto de república. En el Renacimiento a Venecia le decían “La Serenísima”, por contraposición a Florencia, que era un quilombo. Pero claro: ese orden, el orden de la serenísima Venecia, era un orden logrado a expensas de la exclusión del pueblo. Ahí hay una disputa permanente en la que hay que pensar. La armonía no puede tener como condición la exclusión de un sector social y a la denuncia de ese sector, de los que levantan la voz para que se repare en su situación, como el causante de los problemas. Eso es lo que me parece que hay que pensar hoy en la Argentina.
Alberto Catena
1 / Mar / 2023