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Compartimos el texto completo de la charla que brindó Ivonne Fournery en el ciclo «Charlas de Maestras y Maestros» sobre la adaptación de obras para radioteatro

Por
Ivonne Fournery
Buenas tardes a todos y a todas, y muchísimas gracias por estar aquí. Agradezco la invitación de la Comisión de Cultura y su todopoderoso equipo para dar esta charla sobre un tema que me apasiona. Charla escrita, por otra parte. Por un lado me siento mucho más cómoda de esta manera… y por el otro me permite ser coherente con la administración del tiempo, que es uno de los ejes fundamentales de esta hermosa tarea.
“Adaptación” es una palabra infinita, de modo que no hay manera de referirse a ella sin acotarla.
Voy a hablar de las adaptaciones que hice para Las dos carátulas, programa que sigue en pie desde 1950.
Cada vez que lo pienso me pregunto cómo pude aceptar hacerlo. Y sólo me contesta mi propio asombro.
Pero si me atreví en su momento y, lo que es más, a hacer esta charla ahora, fue para que a la gente joven de espíritu y/o de edad de la autoría le quedara claro, si tiene la oportunidad de hacerlo, que este atreverse vale la pena.
El título de esta charla es, de por sí, una adaptación. Va de un tratamiento a un texto (por ponerle un apellido a la adaptación) a un acto de amor (la adopción). Y en este caso, del teatro a la radio. Por cierto, aquí se pone en evidencia la necesidad de aclarar que las adaptaciones a las que me voy a referir, las de Las dos carátulas, tienen sus propias reglas: el relator se limita a describir la escenografía, y la música hace las veces de telón, o separa los cuadros si la obra los tiene. Es muy posible que este criterio obedeciera al deseo de proteger de la mejor manera posible la impronta teatral de la fuente.

Son obras originales adaptadas a una hora y media de duración, que se refieren a lo que en una expresión cotidiana y no académica podríamos llamar “clásicos”, del teatro universal y del teatro argentino, del mismo modo que incluimos en la “música clásica” a la música barroca, la romántica, la impresionista, la electrónica y tantísimas otras. De esta manera, en lengua coloquial le damos el nombre de “clásicos” a las producciones dramáticas que resisten con absoluta hidalguía el paso del tiempo. Vale decir: esa concepción mezquina, injusta y sombría que opone lo clásico a lo popular; ignorando que Mozart vendió varias partituras a un músico ambulante que usaba botellas con distintas cantidades de líquido como instrumento, por ejemplo. Si la cita no es verdadera, merecería serlo. ¿Y por qué existen las melodías “pegadizas”… ésas que nos llevamos puestas cuando salimos de ver un espectáculo? Según Sigmund Romberg, compositor de teatro musical del siglo pasado en los Estados Unidos, ese efecto se debe a que ya estaban escritas en el corazón de los espectadores desde mucho tiempo atrás.
Algo muy similar pasa con las obras de teatro. Las obras están vivas: como la humanidad misma, cambian a medida que el tiempo transcurre. Y el contexto en el que se las escribió (o en nuestro caso en el que se las adapta) es el que mueve las fichas: elige unas y omite otras. O sea: se hace familiar, se elige y se adopta. Ése es el respeto que el autor merece. No la fidelidad total al contexto en el que fue escrita, ni al contexto en el que se la adapta sino al estilo del original. No me refiero al estilo literario, sino a lo único que tiene que quedar intacto: la metáfora, no la literalidad.
Es por eso que el color de lo cotidiano tiene que ser tan cuidado en una adaptación. El cambio del tú por el vos, por ejemplo: choque que produce en la audiencia una extraña molestia aún sin saber por qué la siente. No sucede lo mismo en la narrativa- Por uno de esos tantos errores de apreciación que tiene la parte de la sociedad que se dedica a abrir juicios: el libro tiene más prestigio que la oralidad. Me refiero a que la oreja es más inmediata que el papel: no estamos tan acostumbrados a leer como a escuchar.
Sé que también lo que digo es opinable, pero me parece que ése es el sentido de estas charlas: intentar transformar nuestras opiniones en transmisión de experiencias. Al adaptar se elige, también, hacer las cosas a nuestra manera, y es a eso a lo que me refería con la palabra “estilo” como respeto del original. Se trata de algo así como una libertad que, precisamente por estar tan acotada, es infinita.
No estoy hablando de “aggiornar” la obra, ni de darle la mano de barniz de un naturalismo forzado que la sumerja en la chatura… son pequeñas complicidades de palabras que suenan como argentinas y nos unen, sin caer en regionalismos o presuntas sociologías lingüíticas que nos separan.
Se trata de darles un armónico equilibrio entre distancia y cercanía, entre aquel “entonces” y los retazos de tiempo sin cronología que a veces nos sorprenden en este “ahora”.

Como actriz he representado adaptaciones del siglo de oro español hechas por un autor, actor y director al que admiro profundamente, Santiago Doria, y doy fe de que su adaptación de un Lope de Vega, por ejemplo, conserva la forma original y suena totalmente familiar.
En mi caso, pienso que la radio -quizá por la ausencia de imagen- pide una adopción especial: un recurrir a las mil maneras que tiene nuestro idioma para “omitir” el tú y reemplazar el vosotros por el ustedes, por ejemplo.
No se trata de un problema de subir o bajar el nivel intelectual ni mucho menos: es un problema de estímulos. En el teatro (aún en las escenografías más angeladamente abstractas como las de las adaptaciones de Doria) los elementos visuales aportan mucho de lo cotidiano con lo que llamamos “estilización”. Además porque los personajes, sobre el escenario, están tan vivos como los espectadores… Quizá por eso se activen mejor los genes de los ancestros que viven en nuestro ADN.
Me voy a permitir poner un ejemplo. En “Casa de Muñecas”, de Ibsen. En su momento causó poco menos que un escándalo por la decisión de Nora, su protagonista, de dejar a su marido y a sus hijos porque si la sociedad era tan hipócrita como para castigarla aún siendo inocente, ella debía dejárselos a su marido para que los educara como esa sociedad exigía. La obra termina con una escena que a mi entender es una de las mejores de la literatura dramática, y se inicia con un parlamento de Nora que le dice a su marido: “Siéntate, Torvaldo, tenemos que hablar”. Ese bocadillo no se puede omitir, porque si se lo hiciera, la Casa de Muñecas se desplomaría. Ella lo dice para cortar en seco el último parlamento de él, dicho en la absurda media lengua que usan los adultos para dirigirse a los chicos.
Horas, días, semanas dándole vueltas a esas cinco palabras ineludibles… hasta que de pronto me vino a la cabeza: “Va a ser mejor que te sientes, Torvaldo; tenemos que hablar”.
No es casualidad, no es inspiración: no es otra cosa que trabajo y respeto por Ibsen; tomar su obra como un hijo elegido. Es imposible no amar la obra que se va a adaptar.
Y no sólo el tú o el vos acercan o alejan los textos… pero eso ya lo veremos más adelante.
Digamos por ahora que hay tres grandes temas acerca de los cuales quisiera hacer algunas observaciones: la historia, la duración y los personajes.
Antes que nada, enfatizar que hay una palabra que me produce escalofríos: la palabra “corte” y su plural “cortes”. Aquí no se corta nada. El único secreto es aferrarse al verbo correcto: “elidir”. Y convoco aquí a una de mis mejores herramientas: el diccionario. Y elijo una sola de sus acepciones: “omitir”.
Ninguna historia se cuenta entera. Se dice lo necesario para entender lo que quiso contar el autor. El resto… se omite. No se corta: se omite.

Y una obra de teatro no escapa a esa ley. Se trata, nada más ni nada menos, que de omitir lo que no sea imprescindible. Dicho así son dos líneas, y parece una tarea muy sencilla. Dicho en tiempo real: es poco menos que imposible empezar a adaptar nada antes de leer detalladamente por lo menos cinco veces el original. Es el tiempo mínimo indispensable para enamorarse de la obra, no para imitarla sino para adoptarla como propia. Y fundamentalmente porque lo que no se puede omitir es lo que va a tener una consecuencia inevitable después.
Al armar esta charla, fui metiéndome en lugares remotos de mi propia historia. Fue así como apareció una indicación de Stanislavski acerca de la importancia de la primera lectura de la obra con el elenco completo. Nos la transmitió a los alumnos de primer año el profesor de Actuación, Néstor Nocera, haciéndonos saber que teníamos que estar pendientes de lo que sucediera dentro y fuera de nosotros… porque nada aparecería en los ensayos que no hubiera surgido en aquella primera lectura. No importaba la cantidad de veces que el intérprete hubiera leído la obra con anterioridad: ésa era la primera vez que esas semillas de personajes estaban juntas, alrededor de una mesa, abriéndose al texto compartido.
Y algo de eso sucede, sin duda alguna, en esas primeras lecturas del original. Allí está todo. Como decía Miguel Ángel en pleno Renacimiento: “No sé por qué se asombran con lo que yo hago, si me limito a sacarle al mármol lo que le sobra”. Es obvio que al texto original no le sobra nada, pero lo importante del recuerdo es que el Moisés estaba entero en esa masa informe de piedra.
Hasta aquí hablamos de la historia, del contenido, de la anécdota, de “lo que sucede”. Vayamos al segundo tema: la duración del texto adaptado… Se acabaron las que parecen recetas aunque no lo son, y aparece la magia, lo irracional, la “cosa ‘e mandinga”. Sí, ya sé: si a mí me lo hubieran dicho antes de la primera obra que adapté, no lo habría creído. Pero ahora sí les puedo asegurar que ese tiempo que ustedes invirtieron en las lecturas previas es de una utilidad infinita. Sobre todo porque lo que se adquirió en ese lapso, al igual que en la primera lectura de Stanislavski, funciona solo. Como las células del cuerpo humano.
Y aquí debo poner un punto y aparte. Tengo que retroceder un montón de años, a la sala de espera de un oculista de la obra social de actores. Había una actriz. autora y directora que también esperaba a ser atendida… y ahí omito todo hasta que me preguntó si yo no quería adaptar obras de teatro para Las dos carátulas. Recuerdo como si fuera hoy que casi me desmayo, porque en ese momento se amontonaron en mi memoria las veces que las había escuchado con un Alfredo Alcón, una María Rosa Gallo, un Carlos Carella, una Milagros de la Vega… dirigidos por don Armando Discépolo, por ejemplo. Debo haber palidecido, pero alcancé a decirle que no tenía la menor idea de cómo hacerlo. De todos modos, ella sacó una fotocopia de su cartera con unas 40 hojas escritas, me las dio y me dijo que lo intentara. Aprovecho para agradecer no sólo la confianza en mí que tuvo Nora Massi, que de ella se trata, sino por haber adivinado lo importante que sería este tema para mí. Termina el recuerdo y seguimos en el segundo punto… pero no podía “omitir el recuerdo”, porque para encararlo es imprescindible transmitirles que soy autodidacta.
Lo cierto es que para el tema de la duración el sentido común me llevó a lo más sencillo: los números y la regla de tres compuesta. Si la obra entraba en 40 páginas y tenía tantas páginas en el primer acto, tantas otras en el segundo y tantas en el tercero… mi primer acto debía tener… y ahí vuelvo a elidir. Por supuesto que de ahí a la versión final hubo cambios, nuevas omisiones y algunos agregados… pero el “plano del edificio” se mantenía. Y así fue. La estructura se hace sola. Siempre. De adentro hacia afuera. O de afuera hacia adentro. Da lo mismo.
El ciclo Las dos carátulas cerraba la programación del día, de modo que la extensión podía fluctuar con bastante libertad, pero a la trompetería de inicio, que abría la emisión como los tres bastonazos del teatro de Molière, le seguían el título, los créditos de apertura, las maravillosas reseñas de Luis Ordaz sobre obra, autoría y contexto… y la adaptación. Las grabaciones eran en vivo, y los aplausos de los espectadores eran reales. Y ahí sobrevenía el milagro: los mismos 90 minutos de un partido de fútbol, sin intermedio.
Los verdaderos responsables de la duración se comparten entre la dirección, las risas del público, las pausas de los intérpretes, los efectos de sonido, los pasos, las puertas que se abren y se cierran… como si todo este prodigio de relojería fuera la cosecha de aquellas cinco lecturas. En lo personal, yo no puedo dar más precisiones.
Tercer punto: los personajes. Sobre todo en “los clásicos” (y vuelvo a usar la palabra en el sentido más amplio). Antes que nada, conviene no sobreabundar en su número… y no por cierto para abaratar la producción en el número de actores y actrices, sino para no exigir más de lo debido al oído de los oyentes para reconocerlos por su voz. La otra sugerencia vinculada con ésta es repetir al principio sus nombres para que la audiencia asocie la voz de los intérpretes con los personajes, e ir retirándolos a medida que la obra progresa.

Con respecto a este tema, me gustaría contar cómo pude “zafar” del problema cuando adapté el sainete Juancito de la Ribera de Vaccarezza. Decidida a respetar los octosílabos, porque en ellos reside gran parte del encanto de la obra, escribí un brevísimo prólogo en el que se anunciaba que los personajes se iban a presentar solos… y así lo hicieron. Mínimo, picadito y al pie. Nada de esto habría sido posible si no hubiera leído, en la secundaria, la Antología Apócrifa de Conrado Nalé Roxlo, una joya que me había deslumbrado en mi adolescencia: el poeta y dramaturgo (era imposible hacerlo de no tener esos dos oficios) escribió con gracia infinita poemas y brevísimas narraciones “a la manera” de una enorme cantidad de escritores como García Lorca, Dostoievsky, Roberto Arlt, Oscar Wilde, Valle Inclán, Borges, por citar sólo a muy pocos. No pretendo ni por lejos tener su talento, pero al menos gracias a Nalé Roxlo supe que podía intentarlo, con el miedo y el respeto indispensables.
Y les leo un poco de cómo quedó.
Arrancaba con una especie de relator interno que decía:
Con la debida licencia / se pide un poco ‘e paciencia / antes de abrir el telón / sobre el sainete y la acción.
La cosa va por la radio / y no por un gran estadio / como pa’ ver lo que pasa… / así que ahi nomás en casa / tendrán que afinar la oreja / pa’ devanar la madeja / de quién es quién de este lao’, / porque es todo parlotea’o.
Es por eso que hilvanamos / unos versos sin reclamo / ni garantía ‘e talento: / son sólo esclarecimiento / pa’ superar el embroque / y evitarles algún choque.
Y ahí empezaba el desfile:
Buenas noches tengan todos
son mis palabras primeras.
¿Quién puede hablar de este modo?
¡Juancito de la Ribera!
Después retomaba el relator: Los amigos de Juancito / suenan así de bonito:
Mi nombre es Barbagelata
Pa’ lo que gusten mandar.
Y basta de perorata
qu’ esto está por empezar.
A mí me dicen Mosquito,
vaya uno a saber por qué.
Tal vez por lo chiquitito,
por zumbón o yo qué sé.
Soy el rival de Juancito;
el que el destino le envía
para dejarlo bien frio:
Luiyín de la Batería.
Soy ladero de Luiyín:
Roña pa’ los gomías.
Parlo poco, pero en fin…
tengo un cacho de afonía.
El Sanjuanino es mi gracia.
También suelo ser calla’o,
pero de mucho cuida’o
si a Luiyín lo veo en desgracia.
Atiendo a estus caballeros
en la fonda el pesca’o frito.
¿Les digo que soy gallego
o se dan cuenta solitos?
Y áhora es el turno ‘e las minas.
Sin ellas no habría sainete,
ni pasión que se respete:
son la flor de la Argentina.
Manyen este ramillete:
De argentina tengo poco
y me llaman la Consuelo,
traigo a ramón medio loco:
¡porque adoro a los malevos!
¿Qué nombre podría tener
si soy segunda en discordia?
Margarita… y mi papel
ya me lo sé de memoria.
Y yo soy la Catalina,
Su gran amiga de acero:
su compinche, su vecina…
…y por Mosquito me muero.
Soy la mujer de Juancito,
Magdalena, por más datos
y les digo y les repito
que ya no aguanto sus tratos
¡Pobre m’i hica, Magdalena!
Só suo padre, viudo e solo.
¡Cuesto Cuan é una hiena!
Ah, y me quiaman Bartolo.
¡Bueno basta, ya están todos!
¡Vamos a cortarla, hermanos…
Si a esta altura no nos junan
es al cuete que sigamos.
Ya es hora de darle paso
al ilustre Vaccarezza,
Agárrense, que ya empieza
un sainete de mi flor…
¡Métalé, presentador!
No me fue fácil… pero puedo asegurarles que me divertí mucho después del ataque de pánico que me sobrevino cuando me di cuenta de que era la única manera que había encontrado para resolver un problema. Al adoptar, como ya dije, lo imposible no existe: sólo lleva más tiempo.
Porque el texto original tiene mucho más que su historia, su época, su espíritu, su estética, su paleta de colores, olores y sabores… también tiene las soluciones a sus propios problemas. Y la adaptación necesariamente tiene que tener lo mismo, esté mencionado o no. Su ADN, podríamos decir. Así como el hijo adoptado es el hijo elegido, la obra adaptada inventa y reinventa sus genes para que el público reciba a la pieza madre. No es una foto, y mucho menos un resumen… En su momento, quien lo escribió tiró una botella al mar, y confió en los espectadores para que la destaparan, del mismo modo que era consciente -o quizás no- de que en algún momento la adaptarían. Y en esa confianza está el respeto al primer autor: en ser fieles a su espíritu, más que a sus palabras.
Otro punto importante de los personajes es el nivel de lengua. Mi queridísimo amigo el Pi Peláez, actor autor y persona a quien le debo un 103 por ciento de lo que soy en este oficio, se desesperaba cuando -según sus propias palabras- un abogado hablaba igual que un Che Pibe o una vieja marquesa como una huerfanita de colegio de monjas. Y éstas son las calles que tenemos que caminar cuando hablamos de estereotipos. Porque para eso están las recetas: para transgredirlas cuando sea necesario. Literalmente, yo me calzaba los zapatos de todos los personajes al hacerlos hablar: hombres o diosas, heroínas o verdugos.
Y aquí debo hacerle un homenaje a mi madre, que cometió un terrible error al corregirme las composiciones en el colegio… pero explicándome el porqué de esos errores. La gramática que uso hoy es la que recuerdo de aquel entonces. Y no precisamente para obedecerla, sino para transgredirla. Igual que los estereotipos.
Fue gracias a ella que al adaptar a Pirandello o a Ibsen, por ejemplo, yo reescribía los parlamentos sin tutear ni vosear a nadie. ¡Tiene tantas maneras el español para evitarlos! Y después domarlos, a fuerza del dejar fluir lo cotidiano que nos permita, disimuladamente, escuchar el color familiar. No hablo de acentos ni regionalismos… ¡Pero a mí que no me digan que el “aquí” no remite a España y el “acá” a la Argentina! O el “luego” y el “después”… ¿Y el futuro? ¿Cuándo lo usamos nosotros? ¡Nada de “iré”, ni de “dirás”! Para nosotros es “voy a ir” o “voy a decir”! Son pequeños ejemplos… válidos por supuesto sólo para las traducciones y para acercarnos a Italia, a España, a Noruega o a donde fuera.
La idea es -lo ha sido siempre, para mí- que los oyentes de mis adaptaciones quieran leer los originales, y para eso entusiasmarlos con una adopción que les saque el acartonamiento pero no a costa de rebajar las plataformas de esos coturnos que hacían aparecer más altos a los personajes.
Las adaptaciones siempre están salpicadas de anécdotas. Las hacen respirar, y compensan los malos tragos o las torturas chinas para encontrar una mejor manera de decir algo.
Me voy a permitir contar una. Más que nada para homenajear a un actor maravilloso que honraba al elenco de Las dos Carátulas. Que por cierto son excelentes: cada una y cada uno dan su cien, representando a un protagónico o a un árbol 4. Pero Natalio Oxmann era admirado y querido por todos sus colegas… Criado en lo mejor del teatro independiente, además de haber doblado a Benny Hill, un muy conocido comediantes inglés por aquel entonces, había hecho un Otelo cuando era muy joven. Yo nunca intervine en un pedido especial a la dirección: siempre me pareció la contracara de la ética. Pero como no me voy a cansar de repetir: la vida de la ficción y la ficción de la vida están en las contradicciones. Por única vez, le pregunté a Nora si podía asignarle el protagónico a Natalio. Ella sonrió y no me respondió nada… pero se lo dio. Lo hizo como los dioses. Cuando lo fui a abrazar me dijo: “Yo sé que es muy difícil llevarlo a una hora y media, pero me había hecho una lista de los veinte momentos especiales que yo recordaba, rogando que me dejaras los más que pudieras… y me dejaste los veinte”. Para mí fue el Premio Argentores, el Oscar y el Nobel juntos. Pero sobre todo, la confirmación de que las cinco lecturas me habían regalado el respeto a Shakespeare.
Y para cerrar… nada de esta charla tendría sentido si no les transmitiera a ustedes mi seguro contra todo riesgo: antes de entregar la adaptación, no hay nada mejor que leérsela en voz alta a alguien muy especial. Tiene que tener una condición que no es fácil de encontrar: ser público muy atento y muy sensible. Los dos “muy” son importantes. Yo tuve a la persona ideal: mi hermana Shinita. Mientras yo leía, ella cerraba los ojos (“así los veo mejor”, decía”). Y de pronto me interrumpía con un “¿Y ése cuándo entró?” o con un “¡Pero cómo puede decir eso delante de su mujer!”. Era obvio que me había olvidado de hacer entrar a un personaje o de hacer salir a otro. De paso cronometraba la lectura, con pausas y tiempos lógicos, y cuando terminaba, su sonrisa era mi certificación de que el autor y su obra habían sido, finalmente, adoptados.

1 de junio de 2022
1 / Jun / 2022